domingo, 15 de febrero de 2009

¿Es Obama o somos nosotros, que estamos hambrientos?

Lo que está pasando con Obama es digno de un estudio
sociológico. La ilusión que se ha desatado en torno a él va mucho más allá de lo que se podría justificar por lo que ha dicho o hecho. Es natural que su llegada a la presidencia de la nación más poderosa, prometiendo esos cambios que le suenan bien a todo el mundo, despierte optimismo. Pero, esta especie de "obamanía" responde también a otras claves.


Para empezar la crisis. Hace años que se viene larvando una crisis global en la sociedad occidental. Yo la resumiría diciendo que vemos el futuro cada vez con más preocupación y con menos ilusión, y paralelamente nos estamos quedando sin referentes, de modo que cada vez estamos más desorientados y más a la defensiva. Si a eso le agregamos la virulenta crisis económica que se ha desencadenado en cuestión de meses, haciendo tambalear el sistema financiero mundial y, de paso, nuestro modelo económico, a nadie le debe extrañar que la gente esté inquieta y con miedo. Lo normal, en estas circunstancias, es pedir a nuestros gobernantes respuestas y soluciones. Y, al hacerlo, ¿con qué nos encontramos? Con grisura, "cortoplacismo" y ausencia de ideas por todas partes.


A cada uno se le ocurre un tipo de "solución" a la crisis económica que, al poco tiempo, es reformulada con nuevas medidas que nos hacen sospechar que ni unos ni otros saben lo que hay que hacer. Si hablamos del resto de los ámbitos que afectan a nuestra sociedad, ya sea la educación y la cultura, la emigración, el medio ambiente, las relaciones internacionales o el sistema político (por no extendernos a todo lo que nos afecta en un plano más personal), lo que vemos es una alarmante falta de visión a largo plazo, con exceso de improvisación y escasez de rigor en los análisis, unido a una auténtica obsesión por los titulares de prensa. No vemos gobernantes capaces de estar a la altura de los desafíos a los que se enfrenta la humanidad, y naturalmente eso hace que se añore la llegada de alguien capaz de sacarnos del hoyo y de imprimir un cambio de timón realmente histórico e ilusionante. En mi opinión, por tanto, el fervor por Obama se explica, principalmente, por la desconfianza que nos producen los demás dirigentes políticos.


La pregunta que nos deberíamos hacer, entonces, es obvia: ¿por qué no surgen el tipo de líderes políticos que realmente necesitamos? ¿Qué es lo que lo impide?


Empecemos por echar un vistazo a nuestro sistema político. A mí me parece evidente que el modelo de democracia que tenemos hace aguas. Fallan varias cosas, pero me voy a centrar en una, en particular: las reglas del juego, en España y en la mayoría de los demás países, hacen muy difícil que surjan políticos adecuados, personas capaces de hacer el tipo de política que se necesita. Esa dificultad está relacionada, por una parte, con la forma de selección de los candidatos que practican los partidos. Al primar la disciplina y la obediencia, quedan excluidos todos aquellos que, por sus diferentes ideas u opiniones, puedan debiltar a quienes ejercen el poder al frente de cada partido. Por otra parte, el modelo de financiación vigente impide la aparición de nuevos partidos o candidatos. Como el Estado y los bancos solo financian a los partidos existentes, salvo que hubiera una potente financiación privada detrás nadie podrá lanzar un partido nuevo, y aún así habría que demostrar la "limpieza de intereses" de los donantes. Es curioso que apenas nadie pregunte en público por qué es tan excepcional que un desconocido como Obama pueda llegar a ser presidente de los Estados Unidos, y por qué es todavía más difícil que eso mismo suceda en Europa. Finalmente, también habría mucho que hablar de la tendenciosidad de los grandes medios de comunicación, y de su responsabilidad en la falta de debates auténticamente clarificadores para los ciudadanos.




En definitiva, aunque la política sea un asunto que nos afecta a todos, las reglas del juego diseñadas y sostenidas por quienes tienen, o esperan tener, el poder, dejan fuera a la inmensa mayoría de quienes podrían estar dispuestos a trabajar políticamente por el interés general. En los manuales de economía dicen que no hay libre mercado si no hay libertad de concurrencia y de competencia; puestos a calificar nuestro modelo político, hablarían de un oligopolio. Nadie puede decir, por tanto, que nos estén gobernando los mejores, o los más capacitados, de nuestra sociedad.


No obstante, supongamos que todas esas dificultades se hubieran resuelto, de manera que ya nada impidiera que todo aquél que quisiera llegar a ser Presidente del Gobierno pudiera salir a la palestra y dispusiera de los medios necesarios para exponer ampliamente sus ideas. ¿Qué pasaría entonces? Suponiendo que surgieran candidatos con propuestas realmente interesantes y diferentes de las ya conocidas, su elección dependería de que la mayoría de los votantes tuviéramos la capacidad necesaria para valorarlas y contrastarlas con las del resto. Para ello haría falta que, previamente, dispusiéramos de la información necesaria y, sobre todo, de la formación adecuada para asimilar e interpretar esa información. Es decir, sería necesario que hubiéramos desarrollado una capacidad de análisis crítico hacia las verdades oficiales y todas aquellas que huelen a "pensamiento único", para distinguir lo que puede haber de cierto y de falso en ellas, acompañado con una capacidad creativa de búsqueda de opciones alternativas. Pero, ¿tenemos esa formación, esa capacidad de análisis y de creatividad? A mí me parece obvio que no. Desde luego, si la tuviéramos no estaríamos ahora cayéndonos del guindo con la crisis financiera que tan bruscamente ha destruido la placidez en la que vivíamos. Y es en esta cuestión donde reside, en mi opinión, gran parte del problema que estamos analizando.

Parte de la responsabilidad, sobre la escasa capacidad que tenemos en este aspecto, la tienen el sistema educativo y los medios de comunicación. Pero, desde luego, gran parte de esa responsabilidad es nuestra, de cada uno, porque la inmensa mayoría de nosotros tampoco ponemos interés en capacitarnos para poder pensar por nosotros mismos, más allá de lo que nos quieran hacer creer las estructuras de poder. Aunque no nos guste reconocerlo, para muchos resulta muy cómodo (¡y hasta reconfortante!) ir en medio del rebaño, bien a resguardo, delegando la responsabilidad de decidir hacia dónde vamos, en los que van en cabeza. Sin embargo, no es posible que nuestra sociedad sea capaz de concebir y emprender cambios importantes si una porción significativa de quienes la integramos no hacemos otro tanto en nuestra esfera personal. ¿Qué transformación política o social puede haber si, paralelamente, en nuestra propia vida, nos dedicamos a cultivar la pereza, el conformismo y, en definitiva, el miedo a los cambios? Si a cada cual, en su esfera personal, lo que más le interesa es su propia supervivencia económica, su salud y que alguien le quiera, no debe extrañarnos que los políticos se limiten, básicamente, a intentar perpetuar lo que hay.
Si nos creemos que, como individuos y como sociedad, ya hemos llegado al tope de nuestras posibilidades, no tendremos otra opción que jugar a la defensiva, a proteger y conservar lo que hemos conseguido y, por tanto, a ver el futuro con miedo. Si, por el contrario, nos considerásemos un proyecto en construcción, lejos de habernos terminado y completado, adoptaríamos una actitud mucho más aventurera y pondríamos nuestro empeño en investigar e identificar todos aquellos aspectos de nuestro funcionamiento que nos impiden ser más felices, y en intentar cambiarlos.

Tomemos como ejemplo nuestra noción de la libertad. Es casi un dogma político que la democracia se basa en la defensa de las libertades personales. Creer, sin embargo, que nuestro margen de libertad solo depende de que haya unas cuantas leyes que la protejan, obviando todos aquellos aspectos que condicionan y limitan nuestra forma de pensar y de interpretar la realidad, es analizar las cosas de modo muy superficial. Es evidente que cuanto más nos sometamos a las normas y doctrinas de todo tipo que nos rodean, ya sean sociales, morales, religiosas, culturales o científicas, menor será nuestro propio margen de libertad para crear y construir nuestra visión de la vida. ¿Qué margen de libertad nos queda si, previamente, nos hemos alineado y entregado a lo que piensa la mayoría de la sociedad? Seremos uno más pero no seremos nosotros mismos. Debería resultar muy sospechoso, y motivo de profunda inquietud, ver tanta coincidencia en las ideas, actitudes y comportamientos, como se ven en nuestra sociedad. ¿No es sumamente paradójico que un sistema político, como la democracia, que tiene a gala velar por la libertad individual de pensamiento, genere tal grado de uniformidad intelectual? Yo no creo que eso sea ni natural ni casual.



Pues bien, en mi opinión, para conseguir que nuestras sociedades evolucionen y avancen en un proceso de perfeccionamiento progresivo, es imprescindible promover a fondo la libertad de pensamiento. Y para ello es necesario estimular, por todos los medios, la creatividad y la capacidad de producir ideas distintas de las ya conocidas. Pero, desde luego, un objetivo como este requeriría una revisión radical de nuestro sistema educativo. Y el resultado sería una sociedad mucho más diversa y dinámica, con mayor capacidad para crear propuestas alternativas y para ver con mayor claridad por dónde hay que ir y, por ello, con menos miedos y más confianza en sí misma y en sus propios recursos. Daría como resultado, en resumen, una sociedad más potente, con menos sentimiento de orfandad y con menos "hambre" de Obamas.