sábado, 7 de marzo de 2009

Por una educación que nos libere de las verdades del rebaño

Es obvio que no somos iguales, que nadie es igual a otro, que cada uno tiene unas capacidades más desarrolladas que otras, y que, además, éstas pueden desarrollarse mucho más. Es obvio, por otra parte, que las sociedades avanzan por el impulso de sus gentes y, sobre todo, de sus líderes. Por ello es tan importante debatir sobre el sistema educativo, sobre el modo en que una sociedad contribuye a que cada persona desarrolle al máximo posible sus capacidades.

Cuando hablamos de la educación pensamos que la responsabilidad es, básicamente, de los padres y los profesores, porque son los que están en contacto directo con los niños; sin embargo, la de los Gobiernos es enorme, porque son ellos los que diseñan, financian y, en definitiva, imponen, el modelo específico de educación que se ha de impartir en las escuelas. Y eso por no mencionar su papel en la perpetuación del modelo ideológico que subyace en la multitud de mensajes que se les transmite a los niños a diario. Pero, de una u otra forma, al final todos somos responsables del modo en que se forman los niños, porque somos todos los que influimos en la creación de sus ideas y opiniones, y en la formación de sus actitudes y comportamientos.

El objetivo de un sistema educativo que priorizara lo que realmente interesa al niño, debería ser que cada uno desarrollara su propia capacidad para ir descubriendo, progresivamente, porciones más amplias de la realidad. Para ello, el modelo de enseñanza que se necesitaría tendría que empezar por estimular el interés de los niños por convertirse en investigadores, en exploradores, de la realidad. Eso requeriría que todos partiéramos de la base de que la realidad es mucho más amplia de lo que sabemos o, incluso, de lo que percibimos. Habría que asumir que, del mismo modo que sería una estupidez que las hormigas pontificaran, desde su pequeñez, sobre la inmensidad del mundo, también lo sería que nosotros hiciéramos otro tanto, imponiendo a los niños una visión de la realidad llena de verdades hechas a nuestra medida. Deberíamos enseñarles que es más importante buscar sobre lo que no sabemos que recrearse, y conformarse, con lo que ya creemos sabido. Que, incluso, hay que aprender a cuestionar los fundamentos de lo que se da por sabido, a revisar las hipótesis de partida. Que hay que aprovechar, en definitiva, el afán de los niños en preguntar “por qué” a todo.

También es importante enseñar a los niños que su búsqueda de la verdad no debe someterse a lo que opine la mayoría, solo porque lo sea, y a confiar en sus propias ideas cuando éstas les parezcan más consistentes. Pero que es igualmente importante aprender a relativizar las ideas que hoy tenemos, sabiendo que toda verdad podrá dejar de serlo a medida que vayamos descubriendo nuevos aspectos de la realidad; que la búsqueda de la verdad es un proceso permanente que se va enriqueciendo a medida que vamos creciendo en el desarrollo de nuestras propias capacidades personales. Que nuestra propia realidad individual no tiene por qué acabar donde nos indican nuestros sentidos, y que, por el contrario, es muy probable que si tuviéramos mucho más desarrollados nuestros sentidos percibiéramos que nuestra realidad como personas llega mucho más lejos de lo que creemos. Y que, naturalmente, el desarrollo que importa no es el que se mide en comparación con los demás sino el que se compara consigo mismo, con las propias posibilidades.

Una educación así contribuiría a que las personas tengan mayor capacidad para concebir iniciativas distintas de las habituales y para llevarlas a la práctica. Y eso, desde luego, redundaría en beneficio de la renovación científica, cultural, empresarial y política. Redundaría en beneficio de la dinamización social y dotaría a la sociedad de mejores recursos para afrontar sus crisis y para construir su futuro con confianza.

Ahora bien, una educación de este tipo solo es posible si los Ministerios de Educación renunciasen a la homogeneización y al adoctrinamiento. La homogeneización es inherente a los programas que aprueban para todos los centros educativos, a los libros de texto que definen lo que hay que saber, a las pruebas de evaluación que castigan a quien no se somete a esa disciplina. Y nada de eso tiene en cuenta las circunstancias específicas de cada niño, sino que es consecuencia de haber decidido tratar a los niños como si, en cada edad, todos tuvieran que ser iguales, cuando sabemos de sobra que los ritmos de desarrollo de cada uno son distintos. El adoctrinamiento es propio de un modelo de enseñanza que empapa los contenidos docentes de dogmas y verdades que, cuando no se presentan como únicas, a lo sumo reconocen la existencia de una o dos visiones alternativas. Y en ello colaboramos tanto los profesores como los padres, al convertirnos en transmisores de alguna de las dos o tres visiones alternativas que, usualmente, se consolidan en el pensamiento comúnmente aceptado. ¡Como si la realidad, en su inmensa complejidad, solo se pudiera circunscribir a esas dos o tres visiones aceptadas oficialmente!

Naturalmente, una educación como la que propongo solo es posible si todos, incluidos padres y profesores, nos considerásemos a nosotros mismos ignorantes y en permanente proceso de aprendizaje, de ampliación de nuestros horizontes. El problema es que los adultos nos creemos que hemos alcanzado la cima de nuestro desarrollo, que nos hemos completado como personas y que, como mucho, solo nos queda aprender a sobrevivir mejor en este mundo tan complicado. Pero, si no partimos de la base de que, en cierto modo, nosotros también somos niños en proceso de formación, que lo que nos queda por recorrer es una inmensidad, sin una autoexigencia por profundizar en la realidad, por descubrir nuevas capas y matices en las verdades inamovibles, por liberarnos de dogmas, valores o esquemas conceptuales, es prácticamente imposible que les enseñemos a los niños otra cosa que no sea lo que nosotros ya hemos asumido como definitivo. De este modo, somos nosotros, como adultos, los que actuamos como vanguardia colonizadora para moldear la visión que pueden tener del mundo los niños, de acuerdo con aquella de las dos o tres verdades alternativas, oficialmente reconocidas, a la que hemos decidido suscribirnos.

Así, todos colaboramos en hacerles creer a los niños cosas tan elementales como que, por ejemplo, las fronteras nacionales son un invento cuasi divino para protegernos en el disfrute de nuestros privilegios frente a la “amenaza” de los que nacieron fuera de ellas; o para hacerles creer que ocho siglos de guerras civiles entre caciques regionales de lo que hoy es España, fue una santa reconquista por parte de quienes se atribuían el favor de un dios verdadero; o para hacerles elegir entre una extraña versión bíblica sobre el origen del Universo y una, aún más extraña, versión científica que habla de un Big Bang; o para hacerles creer que los planetas del sistema solar son unos determinados, cuando los astrónomos ni siquiera se han puesto de acuerdo en qué es un planeta; o para hacerles tomar partido por alguna de las dos teorías oficiales sobre el origen del ser humano, cuando todavía nadie ha sido capaz de definir qué es un ser humano; o para hacerles creer que nuestro desarrollo “espiritual” no tiene nada que ver con nuestra naturaleza y solo se justifica por el entreguismo a una determinada doctrina religiosa. Y así, podríamos seguir y seguir.

¿Cuándo seremos capaces todos, científicos, políticos, profesores, padres, de reconocer que no sabemos muchas de las cosas que afirmamos? ¿Cuándo estaremos dispuestos a sacudirnos la pereza y a vencer el miedo que adoctrina y amuralla nuestro cerebro, a costa del desarrollo de nuestra libertad? ¿Cuándo nos decidiremos a abandonar la seguridad del rebaño, para emprender nuestra propia aventura? Mientras tanto, ¿qué inculcamos a los niños, su propio desarrollo o su sometimiento a las “verdades” del redil?