miércoles, 27 de mayo de 2009

¿A qué estamos jugando con el aborto?

Confieso, de entrada, que me molesta la forma en que se debate el aborto. Me sorprende la ligereza con la que se afirman determinadas cosas, pero sobre todo me pasma porqué no se dice nada sobre otras. Cierto que se trata de un asunto muy “poliédrico”, con muchos aspectos a considerar, y que, por eso mismo, es muy fácil irse por las ramas. Pero, al margen de su complejidad, da la impresión de que no hay mucho interés por analizar a fondo este tema. Es más, parece que lo que realmente se busca es reducir el debate a un mero intercambio de eslóganes con mucha carga emocional y fuertemente contaminados por la típica polarización política que asocia las posturas antiabortistas con la derecha y el catolicismo más conservador, y las posturas proabortistas con la izquierda preocupada por ampliar los derechos de la mujer. Cuando lo que se necesita, por la enorme trascendencia que tiene este asunto, es clarificar tan a fondo como nos sea posible las implicaciones que esto conlleva.

Para centrar el debate habría que empezar por la cuestión clave, que es determinar a partir de qué momento se constituye el ser humano en el vientre materno. Si queremos evitar enzarzarnos en una pugna de creencias personales y pretendemos profundizar en esta cuestión del modo más racional posible, no nos queda otra opción que la de preguntar a los científicos. Pero a los científicos que son capaces de distinguir, con honestidad y rigor, entre lo que la ciencia sabe, con absoluta certeza, y lo que ignora, sin confundir lo primero con las meras suposiciones, por muy consensuadas y extendidas que éstas sean.

Para saber cuándo comienza a vivir el ser humano, antes habría que saber qué es lo que nos define como tales. Es decir, cuáles son las propiedades esenciales que nos hacen ser humanos. Supongamos que éstas fueran A, B y C; en ese caso, desde el momento en que A, B y C aparecieran habría ya un ser humano, al margen de que aún le faltasen algunos de los restantes atributos con los que nos solemos identificar. ¿Qué nos dice la ciencia a este respecto? Pues nada, porque la realidad es que la ciencia hoy no sabe qué es lo que define esencialmente a un ser humano. Y al decir que no lo sabe, quiero decir que no es capaz de decirlo con un rigor y una precisión irrebatibles; es decir, sin riesgo de que lo que hoy se afirme quede desmentido mañana por nuevos descubrimientos. Hay científicos que hablan de la consciencia y de las capacidades cognitivas como lo que realmente nos define como humanos, otros señalan al genoma, pero da igual: todo lo que se dice en este sentido se mueve, por ahora, en el terreno de la pura especulación. Saber, de forma inequívoca, qué nos hace humanos es uno de los mayores enigmas que tiene ante sí la ciencia, y es muy probable que lo siga siendo durante muchos años.

Así pues, sin saber qué nos hace humanos no se puede saber en qué momento comenzamos a vivir como tales. En esta situación unos pueden afirmar que ese momento corresponde al de la concepción, al instante en que el óvulo es fecundado por el espermatozoide, otros pueden afirmar que ese momento tiene lugar a las 14 semanas de gestación, otros podrían afirmar que es unos minutos antes del parto o, incluso, meses o años después del parto, ¿por qué no?. Nadie puede exhibir un argumento definitivo, que tenga que ser aceptado por todos.

Ahora bien, sin saber qué nos define como humanos tampoco vale guiarse por las apariencias. Es decir, parecerse más o menos a los que ya nos consideramos humanos no garantiza nada. Así pues, podemos tener la sensación de que el feto al que las fotos nos muestran con su cara, sus manos y todos sus rasgos bien definidos, es ya un ser humano y que, por el mismo motivo, no lo es todavía cuando le vemos como un pequeño amasijo de carne informe. Pero, tengámoslo claro, eso es guiarse sólo por la simple apariencia, porque podría suceder que un día los científicos nos dijeran que, definitivamente, ese pedazo de carne tiene todas las características esenciales de un ser humano y, entonces, pese a su aspecto, lo tendríamos que considerar como tal.

A veces también se plantea que, al tener el feto determinadas limitaciones, no sería un auténtico ser humano porque no estaría “completo”. Habría que aclarar entonces qué se entiende por un ser humano completo. ¿Lo es, por ejemplo, un bebé de tres meses? ¿Acaso nos creemos que con aprender a hablar y a caminar ya nos hemos completado? Si, hoy por hoy, ya es difícil saber qué nos define realmente como seres humanos, mucho más lo es definir qué capacidades son las que tenemos que desarrollar, y hasta qué nivel, para considerarnos “completos”. ¿Un ser humano está completado cuando alcanza el nivel promedio de todos los demás o cuando es capaz de desarrollar plenamente todas las capacidades con las que ha nacido? Desde luego, por esta vía podríamos llegar a la interesante conclusión de que, quizás, el promedio de los humanos, o incluso la mayoría, se mueren sin haberse completado antes. En cualquier caso, no parece que este enfoque pueda ser esgrimido para decidir sobre la vida de un feto.

Volviendo al núcleo de la cuestión, es muy posible que la ciencia tarde muchos años en aclararnos definitivamente sobre el momento en que comienza a vivir un ser humano, pero mientras tanto no se puede actuar como si la respuesta a esta duda nos fuera indiferente. Por un sentido elemental de responsabilidad, y aunque no lo sepamos a ciencia cierta, todo lo que se diga o se haga debería tener en cuenta la posibilidad de que el feto podría ser realmente un ser humano. Ante la duda, habría que adoptar como actitud preventiva la postura de evitar el mal mayor, que es, sin lugar a dudas, evitar la muerte de una persona. Por otra parte sí hay algunos datos científicos que juegan a favor de la posibilidad de que el óvulo fecundado sea efectivamente un ser humano. Por ejemplo, se sabe que dispone desde ese momento de toda la información genética que nos caracteriza a los humanos. En cambio de lo que no hay ninguna evidencia científica es de lo contrario, es decir, de que carezca de aquello, sea lo que sea, que nos define como a tales. Por tanto, puesto que tenemos que tomar decisiones a pesar de la oscuridad científica en que nos encontramos, lo más lógico y racional sería apostar por la opción que tiene a su favor alguna evidencia, por parcial que esta sea.

Lo sorprendente, sin embargo, es que hay una tendencia muy extendida en la sociedad a tratar el tema del aborto como si ya se supiera que el feto no es un ser humano, como si se pudiera fijar a conveniencia el periodo de embarazo a partir del cual pasa a serlo. Y esto, guste o no guste, es frivolizar con lo que realmente está en juego. Es adaptar la actual incertidumbre científica a las conveniencias de cada cual. Considerar que, como la ciencia no puede en estos momentos darnos una luz definitiva en esta cuestión, cualquier cosa que se haga es igualmente válida, no deja de ser una frivolidad. ¿Desde cuándo el hecho de no estar avalados por la certeza científica nos ha eximido de buscar la verdad del mejor modo que podamos? Y en este asunto parece que no sólo no se busca la verdad sino que, incluso, se manipula la ignorancia científica para actuar como si se supiera lo que en realidad nadie sabe.

¿Por qué, por ejemplo, se considera políticamente aceptable que, para prevenir el cambio climático, haya que embarcar a toda la sociedad en un esfuerzo titánico para cambiar nuestras fuentes de energía y nuestro modelo de desarrollo económico, pese a las enormes incertidumbres científicas que subsisten en relación con el comportamiento del clima? La respuesta que se ha estado dando en este caso es que, ante la magnitud de la catástrofe que conllevaría un cambio climático, no podemos quedarnos de brazos cruzados, contaminando la atmósfera como si no pasara nada y que, por ello, aún sin disponer de las certezas deseables, hay que actuar como si supiéramos con seguridad que va haber un cambio climático y que además somos sus principales inductores. ¿Por qué no se aplica la misma política en relación con el aborto? ¿Por qué se asume que hasta determinado mes de embarazo el feto no es un ser humano, corriendo el riesgo de que la ciencia nos diga un día que esos millones de abortos eran, sin lugar a dudas, personas? ¿Por qué no se promueve, desde los Gobiernos, una actitud preventiva que, pese a las incertidumbres científicas actuales, evite el riesgo de que un día descubramos que lo que se está haciendo en la actualidad con el aborto es una colosal barbaridad?

En cualquier caso, no creo que la cuestión se resuelva metiendo en la cárcel a las mujeres que deciden abortar. Socialmente no es tanto una cuestión de leyes como de informar en profundidad sobre el alcance de lo que está en juego a fin de que cada cual asuma plenamente su responsabilidad. Pero el problema de las leyes sobre el aborto es que sitúan al Gobierno, y al Parlamento, en la posición de regular algo sobre lo que se ignora casi todo, haciendo creer a la opinión pública que se sabe lo suficiente como para decidir lo que debe hacerse. Y eso –legislar sobre lo que se ignora- además de ser una irresponsabilidad, inaceptable en cualquier otro ámbito, conlleva una peligrosa pedagogía. Porque es evidente que muchas personas se creerán de buena fe que cuando el Gobierno dice que no pasa nada por abortar a las 14 semanas de embarazo será porque realmente lo sabe, y en función de esa confianza en las instituciones ajustarán sus decisiones personales. Cuando las cifras oficiales dicen que en los últimos diez años se ha duplicado el número de abortos, ¿es porque ahora hay menos información sobre los métodos anticonceptivos que antes, o es porque cada vez más se está recurriendo al aborto como un método anticonceptivo?

En el modo de tratar todo este asunto se está creando en nuestra sociedad una densa red de conveniencias y complicidades que nos está anestesiando y nos está nublando la capacidad de identificar y evaluar las consecuencias de fondo que todo esto acarrea. Cuando los Gobiernos, y un amplio sector de los medios de comunicación y de la población, apuestan por promover una actitud social que considera aceptable el aborto voluntario, ¿qué pasaría si, por ejemplo, llegase un día en que nos empezaran a llegar noticias de que en tal o cual laboratorio científico estuviesen encontrándose sólidos indicios que apuntaran a que lo que realmente nos hace humanos existiese en el mismo instante de la concepción? ¿Se respetaría el trabajo de esos científicos? Más aún, ¿se les alentaría a avanzar rápidamente, dándoles las subvenciones y los medios necesarios para ello? ¿O se les atacaría, acusándoles de todo tipo de intenciones ocultas? Si ese momento llegase, ¿estaremos interesados en saber la verdad o, para entonces, ya no nos convendrá y aplaudiremos que se silencie a esos científicos?

Somos muchos a los que ni nos gusta el doctrinarismo católico ni queremos que ninguna iglesia, sea del color que sea, nos organice los principios por los que se debe regir nuestra sociedad, y también somos muchos los que nos negamos a que, desde el Gobierno y los sectores que le apoyan, se aprovechen los excesos del Vaticano o de la Conferencia Episcopal para instrumentalizarnos en una polarización simplista y embrutecedora de este debate. Lo que queremos es que nos dejen ejercer y desarrollar nuestra propia capacidad de análisis, sin que se nos manipule e intoxique desde ninguna trinchera, para que cada uno podamos tomar las decisiones que nos correspondan de acuerdo con nuestro mejor entendimiento y con nuestra personal sensibilidad. Pero en este tema como en tantos otros.

viernes, 1 de mayo de 2009

¿Para qué nos sirve esta educación?

Casi todo el mundo afirma que la educación es la inversión más importante que puede hacer una sociedad de cara al futuro. Por ello, reflexionar sobre los objetivos que queremos para nuestro modelo educativo es tanto como hacerlo sobre el tipo de sociedad a la que aspiramos. Más allá de teorías y discursos, la evidencia indica que la prioridad de nuestro sistema educativo es integrar a los jóvenes en el sistema económico con el fin de que aprendan a asegurarse su propia supervivencia económica a la vez que contribuyen al crecimiento de la economía nacional. Sería bueno, por tanto, interrogarse hasta qué punto es eficiente el modelo educativo que tenemos en aras a lograr dichos objetivos.

Si hacemos caso a los catedráticos, los alumnos llegan cada vez peor preparados a la universidad. Pero las empresas, por su parte, no son más benévolas con lo que les enseñan en la universidad. Si a eso le añadimos la cantidad de gente que cuenta cómo, a pesar de habernos hecho estudiar durante la etapa escolar toda clase de asignaturas, repitiendo una y otra vez muchos de sus contenidos, pocos años después se nos olvidó casi todo, y que sucedió prácticamente lo mismo tras la etapa universitaria, la conclusión no puede ser más desalentadora: ¡después de habernos tenido estudiando 18 ó 20 años apenas recordamos lo que aprendimos! Es decir, si evaluáramos nuestro sistema educativo en términos de costes y resultados, habría que concluir que el despilfarro de tiempo, de energías y de recursos es escandalosamente alto. En cualquier empresa semejante resultado llevaría a replantear a fondo su modelo de producción. Nuestro sistema educativo es muy ineficiente de cara a los objetivos que realmente persigue y, en mi opinión, no sólo necesita un cambio en profundidad porque lo exija la competitividad de nuestro sistema productivo, sino sobre todo porque lo requiere el tipo de sociedad que necesitamos construir.

En términos generales, se podría decir que lo que pretende nuestro sistema educativo es que los individuos adquieran los conocimientos que son más útiles para comprender y actuar eficazmente sobre la realidad que nos rodea. Pero, dicho eso, habría que revisar a fondo la interpretación que se suele hacer de los elementos fundamentales que configuran este planteamiento. Por ejemplo, ¿la única “realidad” sobre la que merece la pena actuar es la que, de forma directa y tangible, parece incidir en la marcha económica de las empresas? La que afecta al equilibrio emocional de las personas, a su satisfacción personal, a su vida afectiva, a su desarrollo personal, ¿no es igualmente importante para la cohesión y la armonía social, incluso para el éxito de las empresas? ¿A qué viene, si no, esa cantinela sobre la necesidad de conciliar la vida laboral con la vida familiar y personal, que nos llega del discurso políticamente correcto? Lo mismo podríamos decir del concepto de “utilidad”. ¿Es útil sólo lo que nos ayuda a ganar más dinero o también lo es, por ejemplo, lo que nos sirve para saber cómo tratar y educar a nuestros hijos o para cómo conseguir que nuestras relaciones de pareja sean enriquecedoras y duraderas? ¿Tiene algo que decir sobre ello nuestro sistema educativo o eso debe de quedar a la feliz ocurrencia de cada cual? En función de las respuestas que les demos a éstas y a otras cuestiones similares, la selección de las herramientas, facultades o capacidades a desarrollar en cada individuo por el modelo educativo será diferente.

En mi opinión, el objetivo básico que debiera buscar el sistema educativo no es otro que el de posibilitar que cada persona aprenda a desarrollar plenamente sus capacidades individuales. Desde esta perspectiva, y con ánimo de contribuir en alguna medida a esbozar el perfil de ese modelo educativo, en la etapa escolar, creo que el trabajo docente debería orientarse a lograr que los niños desarrollasen su curiosidad, aprendieran a buscar, a apasionarse por lo desconocido, a ir descubriendo las sucesivas capas de la realidad, evitando que se conformaran con aprender lo que saben, o creen saber, los adultos. El papel de los profesores debiera ser, precisamente, el de estimularles a buscar las diferentes caras de la realidad, a hacerse las preguntas que casi nadie suele hacerse, a separar el grano de la paja. Ante cada tema deberían analizarse todos los puntos de vista y debería ejercitarse la capacidad de cuestionar las hipótesis establecidas, aventurando otras desde las que poder desarrollar nuevas posibilidades.

A título de ejemplo, podríamos imaginar clases dedicadas a analizar los diferentes episodios de nuestra Historia desde las diversas perspectivas de quienes los vivieron, y no solo desde la de los vencedores. Podrían analizarse, igualmente, los casos en los que la ciencia afirmaba determinadas cosas que, después, se demostraron falsas. O analizar las diferentes religiones, credos políticos, códigos morales o simples costumbres que llevaron a las diversas sociedades a enfrentarse entre sí. O a analizar cómo se construyen las noticias de prensa, enseñando cómo se resaltan unas y se omiten, o deforman, otras. En cada caso los niños deberían tratar de entender las diversas visiones existentes, sus motivos y sus consecuencias. Y, tirando del hilo, el profesor les podría enseñar cómo ir descubriendo las diversas caras de la realidad, cómo indagar y cómo hacer preguntas; cómo buscar, en definitiva.

Ideas de qué hacer y de cómo hacerlo habría muchas. Seguro. Sin embargo, es cierto que ello implicaría un cambio profundo en la organización de los centros docentes, en el diseño de los programas oficiales y en el papel de los profesores. Una forma de avanzar en esta línea consistiría en “liberar” la enseñanza del dirigismo de los Ministerios de Educación y permitir que la educación se diseñase de “abajo arriba”, de modo que cada centro educativo, cada colegio, pudiera establecer sus propios métodos pedagógicos. Probablemente la mayoría de ellos seguirían con la misma inercia y, quizás, al cabo del tiempo, algunos de ellos empezarían a introducir cambios. Pero siempre será más fácil que la innovación surja en alguno de los miles de centros educativos a que surja de un grupo de funcionarios del Ministerio de Educación. No obstante, todo sería más sencillo si, al igual que se subvenciona la I+D, la innovación, en las empresas, se hiciera lo mismo con aquellos centros educativos que presentasen proyectos educativos innovadores. Naturalmente ello requeriría que las estructuras de poder renunciasen a imponer el “pensamiento único”, el pensamiento política, cultural y científicamente “correcto”, pero ¿no iría eso contra su propia esencia? ¿Alguien se imagina un Poder dispuesto a fomentar el desarrollo de modelos educativos diseñados para formar individuos críticos e inconformistas con las verdades oficiales? Si la educación es un “derecho” de los ciudadanos en las sociedades modernas, ¿por qué no nos dejan que la elijamos nosotros? ¿Por qué la educación es uno de los pocos ámbitos en los que el control por parte de los Gobiernos es tan férreo?

Sin embargo, aún suponiendo que fueran muchos los centros educativos dispuestos a desarrollar otros modelos de enseñanza más orientados a la formación que realmente necesitan los niños, toparíamos con el problema de la formación de los profesores y del miedo de los padres.

Un modelo de educación de esas características requeriría que a los profesores estuviesen dispuestos a aprender cómo actuar con los niños y que, además, hubiese alguien capacitado para enseñarles cómo hacerlo. Pero con eso no sería suficiente. Porque, en el fondo, no es solo una cuestión de aprender nuevos métodos pedagógicos. Sobre todo se requeriría que, previamente, los profesores y los padres hubiesen incorporado en si mismos las actitudes ante la vida, y ante el mundo que nos rodea, que después tienen que ayudar a que los propios niños desarrollen. Y eso es lo más difícil, porque los adultos tenemos la tendencia a creer que, a partir de una determinada edad, más bien temprana, ya estamos formados, que “somos como somos” y que, más allá de adaptarnos a los vaivenes de la vida, no tenemos por qué plantearnos ningún otro cambio en nosotros mismos.

Si, por el contrario, los adultos nos concibiéramos a nosotros mismos como proyectos en construcción de lo que podemos llegar a ser, concebiríamos nuestra vida como un proceso continuo de trabajo en nuestra propia formación, en nuestro propio desarrollo. Porque, en el fondo, nuestra tendencia a adherirnos rígidamente a las ideas, pautas y códigos morales de la mayoría social que nos rodea, no es sino una expresión de nuestro miedo a lo desconocido, a la inestabilidad que conlleva toda transformación. Si hubiéramos nacido y crecido en una cultura completamente distinta, es seguro que la mayoría de nosotros estaríamos identificados con las ideas y los valores de esa sociedad. No porque fueran mejores, sino porque ese sería nuestro rebaño, el que nos proporcionaría seguridad. La única forma de desarrollar las capacidades que cada uno llevamos dentro, pasa por que necesitemos menos identificarnos con la sociedad que nos rodea y seamos cada vez más capaces de convertirnos en exploradores de nuestra propia vida, en aventurarnos hacia lo desconocido, en buscar lo que aún no hemos descubierto de la realidad y de nosotros mismos. Y cuántas más personas haya embarcadas en esta clase de aventura, más fácil será que la sociedad evolucione hacia otros modelos menos alienantes y más compatibles con el desarrollo de la libertad y la felicidad individual.