martes, 23 de junio de 2009

¿Alguien sabe qué es lo que nos hace ser humanos?


No es una pregunta retórica. Al contrario, creo que es una pregunta clave que, por ahora, carece de respuesta científica. Hay, eso sí, muchas definiciones que han sido propuestas por pensadores y filósofos de todo tipo. Pero en todos los casos se trata de opiniones; de opiniones más o menos convincentes, pero siempre discutibles.

Desde los ámbitos considerados como científicos, quizás sean los paleoantropólogos quienes llevan más tiempo pugnando por aclarar esta cuestión, en su afán por desvelar nuestros orígenes como especie. Y es lógico, porque para saber quiénes fueron nuestros antepasados más remotos es fundamental que se les pueda identificar claramente como humanos. Sin embargo, las únicas evidencias materiales en que se pueden basar para sacar alguna conclusión son sus huesos fósiles y las piedras talladas que utilizaron como herramientas. Dado que la antigüedad que se maneja para los “primeros” humanos ronda entre los 2 y los 3 millones de años, este tipo de evidencias suelen ser muy ambiguas. Pero, con todo, el problema mayor es el de trazar la línea divisoria entre los restos que pertenecieron a auténticos seres humanos y los que pertenecieron a otros seres (conocidos como australopitecos) que, pese a ser anatómicamente parecidos a nosotros, no eran humanos. O, al menos, eso dicen los expertos. Ahora bien, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de los huesos fósiles encontrados son dientes y que solo en algunas ocasiones se han encontrado fragmentos de cráneos y del resto del esqueleto, trazar esa línea divisoria es sumamente complicado y, desde luego, harto discutible.

Además de la semejanza anatómica, los criterios más “potentes” para interpretar que los restos pertenecían a un ser humano son, principalmente, tres: que fuera bípedo, que construyera herramientas y que su cráneo fuera superior a un determinado tamaño. Sucede que se han encontrado restos de esos australopitecos no humanos que demuestran que ellos también caminaban de forma bípeda. E, incluso, ya se admite que también pudieron haber fabricado las herramientas de piedra encontradas en su proximidad. Así pues, solo quedaría el argumento del volumen craneal para rechazarles como humanos. Evidentemente, es muy discutible que un cráneo de más de 600 centímetros cúbicos demuestre que su “propietario” era humano y que, si tan solo tenía 400 cc o incluso 500, no lo era. Sobre todo si se tiene en cuenta que el cerebro de la humanidad actual tiene un volumen promedio de unos 1.800 cc. ¿Por qué el tamaño de nuestro cerebro es tan decisivo? ¿Acaso a partir de un determinado tamaño “surge” una inteligencia calificable de humana? ¿Acaso el tamaño o la forma de un cráneo permiten saber si la inteligencia que albergó era, o no era, humana? No, ningún neurocientífico sostiene tal cosa. Por no saber, ni siquiera se sabe definir en qué consiste la inteligencia humana, ni dónde se localiza en un cerebro vivo. Mucho menos en un cráneo fósil.

En mi opinión, por tanto, la definición que manejan los paleoantropólogos sobre lo que nos hace ser humanos no tiene consistencia y, a partir de ahí, es prácticamente imposible saber, con seguridad, cuándo aparecieron los primeros humanos.

Por otra parte, desde otras perspectivas científicas no es el esqueleto lo que se considera como nuestra característica esencial. Si se pregunta qué es lo que nos da un carácter especial a los humanos, las respuestas se dirigen mucho más hacia aspectos tales como la inteligencia, la capacidad de reflexión, la creatividad artística y, sobre todo, la consciencia. Aspectos todos ellos que, si acaso, podrían estar mucho más relacionados con el funcionamiento interno de nuestro cerebro (y probablemente con más cosas) que con nuestra estructura ósea.

Los estudios sobre el funcionamiento del cerebro datan de hace mucho tiempo, pero el intento de comprender la consciencia, o la mente, desde un punto de vista científico, surgió en la última década del siglo XX. Francis Crick, que recibió en 1962 el premio Nobel de Medicina, junto con James Watson, por descubrir la estructura molecular del ADN, marcó un hito en este sentido al publicar en 1994 su libro “The Astonishing Hipótesis” (publicado en España en el año 2000 con el ambicioso título de “La búsqueda científica del alma”). En un alarde de pragmatismo Crick, que llevaba ya muchos años investigando este asunto, propuso “eludir una definición precisa de la consciencia”. Y, aún reconociendo que hay muchas formas de consciencia, como “la conciencia de uno mismo, es decir, el aspecto autorreferencial de la consciencia”, propuso dejarlas a un lado, de momento, por su dificultad, y centrarse en la forma que parece más sencilla de estudiar: la consciencia visual. Pues bien, tras más de 300 páginas desmenuzando este aspecto parcial de la consciencia, el propio autor reconoce que tampoco lo ha podido resolver, pero al menos considera llegado el momento de que los científicos relacionados con el cerebro se tomen en serio el problema de la consciencia.

Desde entonces se han publicado un montón de libros de divulgación científica sobre este tema. Pero seguimos a años luz de tener una idea precisa sobre qué es la consciencia, dónde está, cómo interactúa con el cerebro y con sus redes neuronales, cuántos tipos distintos de consciencia hay y qué papel desempeñan en nuestro funcionamiento cotidiano. Y, sobre todo, si la consciencia es algo que podamos potenciar, desarrollar; y, de ser así, de qué forma ello podría influir en el crecimiento de nuestras capacidades personales. Se trata, en definitiva, de un vasto campo que afecta a nuestra condición humana y en el que la ciencia nos tiene todavía a oscuras.

Como formas de expresión de la consciencia, se habla mucho de las facultades cognitivas y, en particular, de la memoria, la capacidad de pensar y la de hablar. Pese a que la ciencia ha progresado mucho en estos años, se sigue ignorando muchísimo sobre estas facultades. La tecnología permite en la actualidad “ver” cómo se activan determinadas áreas del cerebro ante situaciones concretas, pero permanece la duda de si la tecnología actual es capaz de detectar todas las áreas que intervienen, qué papel real ejerce cada una de ellas, qué hace que se inicien esos procesos y hasta qué punto esos procesos y las correspondientes áreas afectadas varían en cada persona, y varían a lo largo de su propia vida. Pero, sobre todo, hasta qué punto la propia plasticidad que tiene el funcionamiento de nuestros cerebros nos ofrece la posibilidad de desarrollar mucho más nuestras facultades actuales ejercitándolas adecuadamente. Hay experiencias alentadoras en este sentido, tal como se describen en el libro de Norman Doidge, psiquiatra de la Universidad de Columbia en Nueva Cork, “El cerebro se cambia a sí mismo”, publicado el año pasado.

En definitiva, la ciencia está muy lejos de saber qué es y cómo funciona nuestra mente, nuestra consciencia, o simplemente las facultades que nos hacen sentirnos especiales, como la inteligencia, la capacidad de reflexionar o el libre albedrío. Por no hablar ya de nuestra capacidad para enamorarnos o para la creación artística. En estas condiciones, no es creíble que nadie, desde los ámbitos científicos, nos diga qué es lo que realmente nos hace ser humanos, en qué parte de nuestro cuerpo residen, si es el caso, cuándo surgen en el proceso de creación de nuestras vidas y cuándo se extinguen definitivamente.

¿Por qué, entonces, todos los días se están tomando decisiones drásticas que pueden estar afectando al comienzo o al final de la vida de un ser humano, sin que la ciencia, los científicos, alcen su voz explicando claramente la tremenda ignorancia y, en consecuencia, los riesgos que acompañan a tales decisiones?

¿Por qué, sin saber qué es ni cómo funciona la inteligencia o la capacidad de pensar (más allá de sus manifestaciones superficiales), nos empeñamos en respaldar a un sistema educativo y a un modelo sociopolítico que se basan, precisamente, en la convicción de que todos somos prácticamente iguales y que, además, esas facultades solo pueden ser activamente desarrolladas durante los primeros años de nuestras vidas? ¿Por qué, ante la duda, no se apuesta por un modelo que nos ayude activamente a desarrollar nuestras facultades a lo largo de nuestra vida?

Siendo tantísimo lo que desconocemos sobre el funcionamiento de aquellas de nuestras facultades que más apreciamos, ¿por qué la investigación científica se limita a “reparar” nuestros “desperfectos”, nuestras enfermedades, como si el estado de salud normal fuera el máximo a que podemos aspirar? ¿Por qué no se amplían esos objetivos para incluir también el crecimiento de esas facultades, muy por encima de los niveles considerados como “normales”? ¿Por qué los científicos, conscientes de lo mucho que les falta por saber sobre el alcance de nuestras capacidades reales, no formulan abiertamente la hipótesis de que, quizás, el nivel que alcanzamos habitualmente no es más que un embrión de lo que podríamos llegar a alcanzar, y en consecuencia no proponen proyectos de investigación para ello?

¿Por qué, en suma, concebimos al ser humano, y en consecuencia al conjunto de la sociedad, como una realidad ya culminada, en lugar de asumir la posibilidad de que aún tengamos mucho camino por recorrer y lanzarnos a su exploración?