viernes, 1 de mayo de 2009

¿Para qué nos sirve esta educación?

Casi todo el mundo afirma que la educación es la inversión más importante que puede hacer una sociedad de cara al futuro. Por ello, reflexionar sobre los objetivos que queremos para nuestro modelo educativo es tanto como hacerlo sobre el tipo de sociedad a la que aspiramos. Más allá de teorías y discursos, la evidencia indica que la prioridad de nuestro sistema educativo es integrar a los jóvenes en el sistema económico con el fin de que aprendan a asegurarse su propia supervivencia económica a la vez que contribuyen al crecimiento de la economía nacional. Sería bueno, por tanto, interrogarse hasta qué punto es eficiente el modelo educativo que tenemos en aras a lograr dichos objetivos.

Si hacemos caso a los catedráticos, los alumnos llegan cada vez peor preparados a la universidad. Pero las empresas, por su parte, no son más benévolas con lo que les enseñan en la universidad. Si a eso le añadimos la cantidad de gente que cuenta cómo, a pesar de habernos hecho estudiar durante la etapa escolar toda clase de asignaturas, repitiendo una y otra vez muchos de sus contenidos, pocos años después se nos olvidó casi todo, y que sucedió prácticamente lo mismo tras la etapa universitaria, la conclusión no puede ser más desalentadora: ¡después de habernos tenido estudiando 18 ó 20 años apenas recordamos lo que aprendimos! Es decir, si evaluáramos nuestro sistema educativo en términos de costes y resultados, habría que concluir que el despilfarro de tiempo, de energías y de recursos es escandalosamente alto. En cualquier empresa semejante resultado llevaría a replantear a fondo su modelo de producción. Nuestro sistema educativo es muy ineficiente de cara a los objetivos que realmente persigue y, en mi opinión, no sólo necesita un cambio en profundidad porque lo exija la competitividad de nuestro sistema productivo, sino sobre todo porque lo requiere el tipo de sociedad que necesitamos construir.

En términos generales, se podría decir que lo que pretende nuestro sistema educativo es que los individuos adquieran los conocimientos que son más útiles para comprender y actuar eficazmente sobre la realidad que nos rodea. Pero, dicho eso, habría que revisar a fondo la interpretación que se suele hacer de los elementos fundamentales que configuran este planteamiento. Por ejemplo, ¿la única “realidad” sobre la que merece la pena actuar es la que, de forma directa y tangible, parece incidir en la marcha económica de las empresas? La que afecta al equilibrio emocional de las personas, a su satisfacción personal, a su vida afectiva, a su desarrollo personal, ¿no es igualmente importante para la cohesión y la armonía social, incluso para el éxito de las empresas? ¿A qué viene, si no, esa cantinela sobre la necesidad de conciliar la vida laboral con la vida familiar y personal, que nos llega del discurso políticamente correcto? Lo mismo podríamos decir del concepto de “utilidad”. ¿Es útil sólo lo que nos ayuda a ganar más dinero o también lo es, por ejemplo, lo que nos sirve para saber cómo tratar y educar a nuestros hijos o para cómo conseguir que nuestras relaciones de pareja sean enriquecedoras y duraderas? ¿Tiene algo que decir sobre ello nuestro sistema educativo o eso debe de quedar a la feliz ocurrencia de cada cual? En función de las respuestas que les demos a éstas y a otras cuestiones similares, la selección de las herramientas, facultades o capacidades a desarrollar en cada individuo por el modelo educativo será diferente.

En mi opinión, el objetivo básico que debiera buscar el sistema educativo no es otro que el de posibilitar que cada persona aprenda a desarrollar plenamente sus capacidades individuales. Desde esta perspectiva, y con ánimo de contribuir en alguna medida a esbozar el perfil de ese modelo educativo, en la etapa escolar, creo que el trabajo docente debería orientarse a lograr que los niños desarrollasen su curiosidad, aprendieran a buscar, a apasionarse por lo desconocido, a ir descubriendo las sucesivas capas de la realidad, evitando que se conformaran con aprender lo que saben, o creen saber, los adultos. El papel de los profesores debiera ser, precisamente, el de estimularles a buscar las diferentes caras de la realidad, a hacerse las preguntas que casi nadie suele hacerse, a separar el grano de la paja. Ante cada tema deberían analizarse todos los puntos de vista y debería ejercitarse la capacidad de cuestionar las hipótesis establecidas, aventurando otras desde las que poder desarrollar nuevas posibilidades.

A título de ejemplo, podríamos imaginar clases dedicadas a analizar los diferentes episodios de nuestra Historia desde las diversas perspectivas de quienes los vivieron, y no solo desde la de los vencedores. Podrían analizarse, igualmente, los casos en los que la ciencia afirmaba determinadas cosas que, después, se demostraron falsas. O analizar las diferentes religiones, credos políticos, códigos morales o simples costumbres que llevaron a las diversas sociedades a enfrentarse entre sí. O a analizar cómo se construyen las noticias de prensa, enseñando cómo se resaltan unas y se omiten, o deforman, otras. En cada caso los niños deberían tratar de entender las diversas visiones existentes, sus motivos y sus consecuencias. Y, tirando del hilo, el profesor les podría enseñar cómo ir descubriendo las diversas caras de la realidad, cómo indagar y cómo hacer preguntas; cómo buscar, en definitiva.

Ideas de qué hacer y de cómo hacerlo habría muchas. Seguro. Sin embargo, es cierto que ello implicaría un cambio profundo en la organización de los centros docentes, en el diseño de los programas oficiales y en el papel de los profesores. Una forma de avanzar en esta línea consistiría en “liberar” la enseñanza del dirigismo de los Ministerios de Educación y permitir que la educación se diseñase de “abajo arriba”, de modo que cada centro educativo, cada colegio, pudiera establecer sus propios métodos pedagógicos. Probablemente la mayoría de ellos seguirían con la misma inercia y, quizás, al cabo del tiempo, algunos de ellos empezarían a introducir cambios. Pero siempre será más fácil que la innovación surja en alguno de los miles de centros educativos a que surja de un grupo de funcionarios del Ministerio de Educación. No obstante, todo sería más sencillo si, al igual que se subvenciona la I+D, la innovación, en las empresas, se hiciera lo mismo con aquellos centros educativos que presentasen proyectos educativos innovadores. Naturalmente ello requeriría que las estructuras de poder renunciasen a imponer el “pensamiento único”, el pensamiento política, cultural y científicamente “correcto”, pero ¿no iría eso contra su propia esencia? ¿Alguien se imagina un Poder dispuesto a fomentar el desarrollo de modelos educativos diseñados para formar individuos críticos e inconformistas con las verdades oficiales? Si la educación es un “derecho” de los ciudadanos en las sociedades modernas, ¿por qué no nos dejan que la elijamos nosotros? ¿Por qué la educación es uno de los pocos ámbitos en los que el control por parte de los Gobiernos es tan férreo?

Sin embargo, aún suponiendo que fueran muchos los centros educativos dispuestos a desarrollar otros modelos de enseñanza más orientados a la formación que realmente necesitan los niños, toparíamos con el problema de la formación de los profesores y del miedo de los padres.

Un modelo de educación de esas características requeriría que a los profesores estuviesen dispuestos a aprender cómo actuar con los niños y que, además, hubiese alguien capacitado para enseñarles cómo hacerlo. Pero con eso no sería suficiente. Porque, en el fondo, no es solo una cuestión de aprender nuevos métodos pedagógicos. Sobre todo se requeriría que, previamente, los profesores y los padres hubiesen incorporado en si mismos las actitudes ante la vida, y ante el mundo que nos rodea, que después tienen que ayudar a que los propios niños desarrollen. Y eso es lo más difícil, porque los adultos tenemos la tendencia a creer que, a partir de una determinada edad, más bien temprana, ya estamos formados, que “somos como somos” y que, más allá de adaptarnos a los vaivenes de la vida, no tenemos por qué plantearnos ningún otro cambio en nosotros mismos.

Si, por el contrario, los adultos nos concibiéramos a nosotros mismos como proyectos en construcción de lo que podemos llegar a ser, concebiríamos nuestra vida como un proceso continuo de trabajo en nuestra propia formación, en nuestro propio desarrollo. Porque, en el fondo, nuestra tendencia a adherirnos rígidamente a las ideas, pautas y códigos morales de la mayoría social que nos rodea, no es sino una expresión de nuestro miedo a lo desconocido, a la inestabilidad que conlleva toda transformación. Si hubiéramos nacido y crecido en una cultura completamente distinta, es seguro que la mayoría de nosotros estaríamos identificados con las ideas y los valores de esa sociedad. No porque fueran mejores, sino porque ese sería nuestro rebaño, el que nos proporcionaría seguridad. La única forma de desarrollar las capacidades que cada uno llevamos dentro, pasa por que necesitemos menos identificarnos con la sociedad que nos rodea y seamos cada vez más capaces de convertirnos en exploradores de nuestra propia vida, en aventurarnos hacia lo desconocido, en buscar lo que aún no hemos descubierto de la realidad y de nosotros mismos. Y cuántas más personas haya embarcadas en esta clase de aventura, más fácil será que la sociedad evolucione hacia otros modelos menos alienantes y más compatibles con el desarrollo de la libertad y la felicidad individual.

2 comentarios:

MAMV dijo...

Hay una página muy interesante sobre este y otros temas:
http://sindominio.net/ofic2004/publicaciones/pn/indice.html
La recomiendo.
M. A. M.

Anónimo dijo...

muy interesante y cierto ¿para que sirve nuestra educación? ¿por que tanto discurso "hueco"?