martes, 23 de junio de 2009

¿Alguien sabe qué es lo que nos hace ser humanos?


No es una pregunta retórica. Al contrario, creo que es una pregunta clave que, por ahora, carece de respuesta científica. Hay, eso sí, muchas definiciones que han sido propuestas por pensadores y filósofos de todo tipo. Pero en todos los casos se trata de opiniones; de opiniones más o menos convincentes, pero siempre discutibles.

Desde los ámbitos considerados como científicos, quizás sean los paleoantropólogos quienes llevan más tiempo pugnando por aclarar esta cuestión, en su afán por desvelar nuestros orígenes como especie. Y es lógico, porque para saber quiénes fueron nuestros antepasados más remotos es fundamental que se les pueda identificar claramente como humanos. Sin embargo, las únicas evidencias materiales en que se pueden basar para sacar alguna conclusión son sus huesos fósiles y las piedras talladas que utilizaron como herramientas. Dado que la antigüedad que se maneja para los “primeros” humanos ronda entre los 2 y los 3 millones de años, este tipo de evidencias suelen ser muy ambiguas. Pero, con todo, el problema mayor es el de trazar la línea divisoria entre los restos que pertenecieron a auténticos seres humanos y los que pertenecieron a otros seres (conocidos como australopitecos) que, pese a ser anatómicamente parecidos a nosotros, no eran humanos. O, al menos, eso dicen los expertos. Ahora bien, teniendo en cuenta que la inmensa mayoría de los huesos fósiles encontrados son dientes y que solo en algunas ocasiones se han encontrado fragmentos de cráneos y del resto del esqueleto, trazar esa línea divisoria es sumamente complicado y, desde luego, harto discutible.

Además de la semejanza anatómica, los criterios más “potentes” para interpretar que los restos pertenecían a un ser humano son, principalmente, tres: que fuera bípedo, que construyera herramientas y que su cráneo fuera superior a un determinado tamaño. Sucede que se han encontrado restos de esos australopitecos no humanos que demuestran que ellos también caminaban de forma bípeda. E, incluso, ya se admite que también pudieron haber fabricado las herramientas de piedra encontradas en su proximidad. Así pues, solo quedaría el argumento del volumen craneal para rechazarles como humanos. Evidentemente, es muy discutible que un cráneo de más de 600 centímetros cúbicos demuestre que su “propietario” era humano y que, si tan solo tenía 400 cc o incluso 500, no lo era. Sobre todo si se tiene en cuenta que el cerebro de la humanidad actual tiene un volumen promedio de unos 1.800 cc. ¿Por qué el tamaño de nuestro cerebro es tan decisivo? ¿Acaso a partir de un determinado tamaño “surge” una inteligencia calificable de humana? ¿Acaso el tamaño o la forma de un cráneo permiten saber si la inteligencia que albergó era, o no era, humana? No, ningún neurocientífico sostiene tal cosa. Por no saber, ni siquiera se sabe definir en qué consiste la inteligencia humana, ni dónde se localiza en un cerebro vivo. Mucho menos en un cráneo fósil.

En mi opinión, por tanto, la definición que manejan los paleoantropólogos sobre lo que nos hace ser humanos no tiene consistencia y, a partir de ahí, es prácticamente imposible saber, con seguridad, cuándo aparecieron los primeros humanos.

Por otra parte, desde otras perspectivas científicas no es el esqueleto lo que se considera como nuestra característica esencial. Si se pregunta qué es lo que nos da un carácter especial a los humanos, las respuestas se dirigen mucho más hacia aspectos tales como la inteligencia, la capacidad de reflexión, la creatividad artística y, sobre todo, la consciencia. Aspectos todos ellos que, si acaso, podrían estar mucho más relacionados con el funcionamiento interno de nuestro cerebro (y probablemente con más cosas) que con nuestra estructura ósea.

Los estudios sobre el funcionamiento del cerebro datan de hace mucho tiempo, pero el intento de comprender la consciencia, o la mente, desde un punto de vista científico, surgió en la última década del siglo XX. Francis Crick, que recibió en 1962 el premio Nobel de Medicina, junto con James Watson, por descubrir la estructura molecular del ADN, marcó un hito en este sentido al publicar en 1994 su libro “The Astonishing Hipótesis” (publicado en España en el año 2000 con el ambicioso título de “La búsqueda científica del alma”). En un alarde de pragmatismo Crick, que llevaba ya muchos años investigando este asunto, propuso “eludir una definición precisa de la consciencia”. Y, aún reconociendo que hay muchas formas de consciencia, como “la conciencia de uno mismo, es decir, el aspecto autorreferencial de la consciencia”, propuso dejarlas a un lado, de momento, por su dificultad, y centrarse en la forma que parece más sencilla de estudiar: la consciencia visual. Pues bien, tras más de 300 páginas desmenuzando este aspecto parcial de la consciencia, el propio autor reconoce que tampoco lo ha podido resolver, pero al menos considera llegado el momento de que los científicos relacionados con el cerebro se tomen en serio el problema de la consciencia.

Desde entonces se han publicado un montón de libros de divulgación científica sobre este tema. Pero seguimos a años luz de tener una idea precisa sobre qué es la consciencia, dónde está, cómo interactúa con el cerebro y con sus redes neuronales, cuántos tipos distintos de consciencia hay y qué papel desempeñan en nuestro funcionamiento cotidiano. Y, sobre todo, si la consciencia es algo que podamos potenciar, desarrollar; y, de ser así, de qué forma ello podría influir en el crecimiento de nuestras capacidades personales. Se trata, en definitiva, de un vasto campo que afecta a nuestra condición humana y en el que la ciencia nos tiene todavía a oscuras.

Como formas de expresión de la consciencia, se habla mucho de las facultades cognitivas y, en particular, de la memoria, la capacidad de pensar y la de hablar. Pese a que la ciencia ha progresado mucho en estos años, se sigue ignorando muchísimo sobre estas facultades. La tecnología permite en la actualidad “ver” cómo se activan determinadas áreas del cerebro ante situaciones concretas, pero permanece la duda de si la tecnología actual es capaz de detectar todas las áreas que intervienen, qué papel real ejerce cada una de ellas, qué hace que se inicien esos procesos y hasta qué punto esos procesos y las correspondientes áreas afectadas varían en cada persona, y varían a lo largo de su propia vida. Pero, sobre todo, hasta qué punto la propia plasticidad que tiene el funcionamiento de nuestros cerebros nos ofrece la posibilidad de desarrollar mucho más nuestras facultades actuales ejercitándolas adecuadamente. Hay experiencias alentadoras en este sentido, tal como se describen en el libro de Norman Doidge, psiquiatra de la Universidad de Columbia en Nueva Cork, “El cerebro se cambia a sí mismo”, publicado el año pasado.

En definitiva, la ciencia está muy lejos de saber qué es y cómo funciona nuestra mente, nuestra consciencia, o simplemente las facultades que nos hacen sentirnos especiales, como la inteligencia, la capacidad de reflexionar o el libre albedrío. Por no hablar ya de nuestra capacidad para enamorarnos o para la creación artística. En estas condiciones, no es creíble que nadie, desde los ámbitos científicos, nos diga qué es lo que realmente nos hace ser humanos, en qué parte de nuestro cuerpo residen, si es el caso, cuándo surgen en el proceso de creación de nuestras vidas y cuándo se extinguen definitivamente.

¿Por qué, entonces, todos los días se están tomando decisiones drásticas que pueden estar afectando al comienzo o al final de la vida de un ser humano, sin que la ciencia, los científicos, alcen su voz explicando claramente la tremenda ignorancia y, en consecuencia, los riesgos que acompañan a tales decisiones?

¿Por qué, sin saber qué es ni cómo funciona la inteligencia o la capacidad de pensar (más allá de sus manifestaciones superficiales), nos empeñamos en respaldar a un sistema educativo y a un modelo sociopolítico que se basan, precisamente, en la convicción de que todos somos prácticamente iguales y que, además, esas facultades solo pueden ser activamente desarrolladas durante los primeros años de nuestras vidas? ¿Por qué, ante la duda, no se apuesta por un modelo que nos ayude activamente a desarrollar nuestras facultades a lo largo de nuestra vida?

Siendo tantísimo lo que desconocemos sobre el funcionamiento de aquellas de nuestras facultades que más apreciamos, ¿por qué la investigación científica se limita a “reparar” nuestros “desperfectos”, nuestras enfermedades, como si el estado de salud normal fuera el máximo a que podemos aspirar? ¿Por qué no se amplían esos objetivos para incluir también el crecimiento de esas facultades, muy por encima de los niveles considerados como “normales”? ¿Por qué los científicos, conscientes de lo mucho que les falta por saber sobre el alcance de nuestras capacidades reales, no formulan abiertamente la hipótesis de que, quizás, el nivel que alcanzamos habitualmente no es más que un embrión de lo que podríamos llegar a alcanzar, y en consecuencia no proponen proyectos de investigación para ello?

¿Por qué, en suma, concebimos al ser humano, y en consecuencia al conjunto de la sociedad, como una realidad ya culminada, en lugar de asumir la posibilidad de que aún tengamos mucho camino por recorrer y lanzarnos a su exploración?

miércoles, 27 de mayo de 2009

¿A qué estamos jugando con el aborto?

Confieso, de entrada, que me molesta la forma en que se debate el aborto. Me sorprende la ligereza con la que se afirman determinadas cosas, pero sobre todo me pasma porqué no se dice nada sobre otras. Cierto que se trata de un asunto muy “poliédrico”, con muchos aspectos a considerar, y que, por eso mismo, es muy fácil irse por las ramas. Pero, al margen de su complejidad, da la impresión de que no hay mucho interés por analizar a fondo este tema. Es más, parece que lo que realmente se busca es reducir el debate a un mero intercambio de eslóganes con mucha carga emocional y fuertemente contaminados por la típica polarización política que asocia las posturas antiabortistas con la derecha y el catolicismo más conservador, y las posturas proabortistas con la izquierda preocupada por ampliar los derechos de la mujer. Cuando lo que se necesita, por la enorme trascendencia que tiene este asunto, es clarificar tan a fondo como nos sea posible las implicaciones que esto conlleva.

Para centrar el debate habría que empezar por la cuestión clave, que es determinar a partir de qué momento se constituye el ser humano en el vientre materno. Si queremos evitar enzarzarnos en una pugna de creencias personales y pretendemos profundizar en esta cuestión del modo más racional posible, no nos queda otra opción que la de preguntar a los científicos. Pero a los científicos que son capaces de distinguir, con honestidad y rigor, entre lo que la ciencia sabe, con absoluta certeza, y lo que ignora, sin confundir lo primero con las meras suposiciones, por muy consensuadas y extendidas que éstas sean.

Para saber cuándo comienza a vivir el ser humano, antes habría que saber qué es lo que nos define como tales. Es decir, cuáles son las propiedades esenciales que nos hacen ser humanos. Supongamos que éstas fueran A, B y C; en ese caso, desde el momento en que A, B y C aparecieran habría ya un ser humano, al margen de que aún le faltasen algunos de los restantes atributos con los que nos solemos identificar. ¿Qué nos dice la ciencia a este respecto? Pues nada, porque la realidad es que la ciencia hoy no sabe qué es lo que define esencialmente a un ser humano. Y al decir que no lo sabe, quiero decir que no es capaz de decirlo con un rigor y una precisión irrebatibles; es decir, sin riesgo de que lo que hoy se afirme quede desmentido mañana por nuevos descubrimientos. Hay científicos que hablan de la consciencia y de las capacidades cognitivas como lo que realmente nos define como humanos, otros señalan al genoma, pero da igual: todo lo que se dice en este sentido se mueve, por ahora, en el terreno de la pura especulación. Saber, de forma inequívoca, qué nos hace humanos es uno de los mayores enigmas que tiene ante sí la ciencia, y es muy probable que lo siga siendo durante muchos años.

Así pues, sin saber qué nos hace humanos no se puede saber en qué momento comenzamos a vivir como tales. En esta situación unos pueden afirmar que ese momento corresponde al de la concepción, al instante en que el óvulo es fecundado por el espermatozoide, otros pueden afirmar que ese momento tiene lugar a las 14 semanas de gestación, otros podrían afirmar que es unos minutos antes del parto o, incluso, meses o años después del parto, ¿por qué no?. Nadie puede exhibir un argumento definitivo, que tenga que ser aceptado por todos.

Ahora bien, sin saber qué nos define como humanos tampoco vale guiarse por las apariencias. Es decir, parecerse más o menos a los que ya nos consideramos humanos no garantiza nada. Así pues, podemos tener la sensación de que el feto al que las fotos nos muestran con su cara, sus manos y todos sus rasgos bien definidos, es ya un ser humano y que, por el mismo motivo, no lo es todavía cuando le vemos como un pequeño amasijo de carne informe. Pero, tengámoslo claro, eso es guiarse sólo por la simple apariencia, porque podría suceder que un día los científicos nos dijeran que, definitivamente, ese pedazo de carne tiene todas las características esenciales de un ser humano y, entonces, pese a su aspecto, lo tendríamos que considerar como tal.

A veces también se plantea que, al tener el feto determinadas limitaciones, no sería un auténtico ser humano porque no estaría “completo”. Habría que aclarar entonces qué se entiende por un ser humano completo. ¿Lo es, por ejemplo, un bebé de tres meses? ¿Acaso nos creemos que con aprender a hablar y a caminar ya nos hemos completado? Si, hoy por hoy, ya es difícil saber qué nos define realmente como seres humanos, mucho más lo es definir qué capacidades son las que tenemos que desarrollar, y hasta qué nivel, para considerarnos “completos”. ¿Un ser humano está completado cuando alcanza el nivel promedio de todos los demás o cuando es capaz de desarrollar plenamente todas las capacidades con las que ha nacido? Desde luego, por esta vía podríamos llegar a la interesante conclusión de que, quizás, el promedio de los humanos, o incluso la mayoría, se mueren sin haberse completado antes. En cualquier caso, no parece que este enfoque pueda ser esgrimido para decidir sobre la vida de un feto.

Volviendo al núcleo de la cuestión, es muy posible que la ciencia tarde muchos años en aclararnos definitivamente sobre el momento en que comienza a vivir un ser humano, pero mientras tanto no se puede actuar como si la respuesta a esta duda nos fuera indiferente. Por un sentido elemental de responsabilidad, y aunque no lo sepamos a ciencia cierta, todo lo que se diga o se haga debería tener en cuenta la posibilidad de que el feto podría ser realmente un ser humano. Ante la duda, habría que adoptar como actitud preventiva la postura de evitar el mal mayor, que es, sin lugar a dudas, evitar la muerte de una persona. Por otra parte sí hay algunos datos científicos que juegan a favor de la posibilidad de que el óvulo fecundado sea efectivamente un ser humano. Por ejemplo, se sabe que dispone desde ese momento de toda la información genética que nos caracteriza a los humanos. En cambio de lo que no hay ninguna evidencia científica es de lo contrario, es decir, de que carezca de aquello, sea lo que sea, que nos define como a tales. Por tanto, puesto que tenemos que tomar decisiones a pesar de la oscuridad científica en que nos encontramos, lo más lógico y racional sería apostar por la opción que tiene a su favor alguna evidencia, por parcial que esta sea.

Lo sorprendente, sin embargo, es que hay una tendencia muy extendida en la sociedad a tratar el tema del aborto como si ya se supiera que el feto no es un ser humano, como si se pudiera fijar a conveniencia el periodo de embarazo a partir del cual pasa a serlo. Y esto, guste o no guste, es frivolizar con lo que realmente está en juego. Es adaptar la actual incertidumbre científica a las conveniencias de cada cual. Considerar que, como la ciencia no puede en estos momentos darnos una luz definitiva en esta cuestión, cualquier cosa que se haga es igualmente válida, no deja de ser una frivolidad. ¿Desde cuándo el hecho de no estar avalados por la certeza científica nos ha eximido de buscar la verdad del mejor modo que podamos? Y en este asunto parece que no sólo no se busca la verdad sino que, incluso, se manipula la ignorancia científica para actuar como si se supiera lo que en realidad nadie sabe.

¿Por qué, por ejemplo, se considera políticamente aceptable que, para prevenir el cambio climático, haya que embarcar a toda la sociedad en un esfuerzo titánico para cambiar nuestras fuentes de energía y nuestro modelo de desarrollo económico, pese a las enormes incertidumbres científicas que subsisten en relación con el comportamiento del clima? La respuesta que se ha estado dando en este caso es que, ante la magnitud de la catástrofe que conllevaría un cambio climático, no podemos quedarnos de brazos cruzados, contaminando la atmósfera como si no pasara nada y que, por ello, aún sin disponer de las certezas deseables, hay que actuar como si supiéramos con seguridad que va haber un cambio climático y que además somos sus principales inductores. ¿Por qué no se aplica la misma política en relación con el aborto? ¿Por qué se asume que hasta determinado mes de embarazo el feto no es un ser humano, corriendo el riesgo de que la ciencia nos diga un día que esos millones de abortos eran, sin lugar a dudas, personas? ¿Por qué no se promueve, desde los Gobiernos, una actitud preventiva que, pese a las incertidumbres científicas actuales, evite el riesgo de que un día descubramos que lo que se está haciendo en la actualidad con el aborto es una colosal barbaridad?

En cualquier caso, no creo que la cuestión se resuelva metiendo en la cárcel a las mujeres que deciden abortar. Socialmente no es tanto una cuestión de leyes como de informar en profundidad sobre el alcance de lo que está en juego a fin de que cada cual asuma plenamente su responsabilidad. Pero el problema de las leyes sobre el aborto es que sitúan al Gobierno, y al Parlamento, en la posición de regular algo sobre lo que se ignora casi todo, haciendo creer a la opinión pública que se sabe lo suficiente como para decidir lo que debe hacerse. Y eso –legislar sobre lo que se ignora- además de ser una irresponsabilidad, inaceptable en cualquier otro ámbito, conlleva una peligrosa pedagogía. Porque es evidente que muchas personas se creerán de buena fe que cuando el Gobierno dice que no pasa nada por abortar a las 14 semanas de embarazo será porque realmente lo sabe, y en función de esa confianza en las instituciones ajustarán sus decisiones personales. Cuando las cifras oficiales dicen que en los últimos diez años se ha duplicado el número de abortos, ¿es porque ahora hay menos información sobre los métodos anticonceptivos que antes, o es porque cada vez más se está recurriendo al aborto como un método anticonceptivo?

En el modo de tratar todo este asunto se está creando en nuestra sociedad una densa red de conveniencias y complicidades que nos está anestesiando y nos está nublando la capacidad de identificar y evaluar las consecuencias de fondo que todo esto acarrea. Cuando los Gobiernos, y un amplio sector de los medios de comunicación y de la población, apuestan por promover una actitud social que considera aceptable el aborto voluntario, ¿qué pasaría si, por ejemplo, llegase un día en que nos empezaran a llegar noticias de que en tal o cual laboratorio científico estuviesen encontrándose sólidos indicios que apuntaran a que lo que realmente nos hace humanos existiese en el mismo instante de la concepción? ¿Se respetaría el trabajo de esos científicos? Más aún, ¿se les alentaría a avanzar rápidamente, dándoles las subvenciones y los medios necesarios para ello? ¿O se les atacaría, acusándoles de todo tipo de intenciones ocultas? Si ese momento llegase, ¿estaremos interesados en saber la verdad o, para entonces, ya no nos convendrá y aplaudiremos que se silencie a esos científicos?

Somos muchos a los que ni nos gusta el doctrinarismo católico ni queremos que ninguna iglesia, sea del color que sea, nos organice los principios por los que se debe regir nuestra sociedad, y también somos muchos los que nos negamos a que, desde el Gobierno y los sectores que le apoyan, se aprovechen los excesos del Vaticano o de la Conferencia Episcopal para instrumentalizarnos en una polarización simplista y embrutecedora de este debate. Lo que queremos es que nos dejen ejercer y desarrollar nuestra propia capacidad de análisis, sin que se nos manipule e intoxique desde ninguna trinchera, para que cada uno podamos tomar las decisiones que nos correspondan de acuerdo con nuestro mejor entendimiento y con nuestra personal sensibilidad. Pero en este tema como en tantos otros.

viernes, 1 de mayo de 2009

¿Para qué nos sirve esta educación?

Casi todo el mundo afirma que la educación es la inversión más importante que puede hacer una sociedad de cara al futuro. Por ello, reflexionar sobre los objetivos que queremos para nuestro modelo educativo es tanto como hacerlo sobre el tipo de sociedad a la que aspiramos. Más allá de teorías y discursos, la evidencia indica que la prioridad de nuestro sistema educativo es integrar a los jóvenes en el sistema económico con el fin de que aprendan a asegurarse su propia supervivencia económica a la vez que contribuyen al crecimiento de la economía nacional. Sería bueno, por tanto, interrogarse hasta qué punto es eficiente el modelo educativo que tenemos en aras a lograr dichos objetivos.

Si hacemos caso a los catedráticos, los alumnos llegan cada vez peor preparados a la universidad. Pero las empresas, por su parte, no son más benévolas con lo que les enseñan en la universidad. Si a eso le añadimos la cantidad de gente que cuenta cómo, a pesar de habernos hecho estudiar durante la etapa escolar toda clase de asignaturas, repitiendo una y otra vez muchos de sus contenidos, pocos años después se nos olvidó casi todo, y que sucedió prácticamente lo mismo tras la etapa universitaria, la conclusión no puede ser más desalentadora: ¡después de habernos tenido estudiando 18 ó 20 años apenas recordamos lo que aprendimos! Es decir, si evaluáramos nuestro sistema educativo en términos de costes y resultados, habría que concluir que el despilfarro de tiempo, de energías y de recursos es escandalosamente alto. En cualquier empresa semejante resultado llevaría a replantear a fondo su modelo de producción. Nuestro sistema educativo es muy ineficiente de cara a los objetivos que realmente persigue y, en mi opinión, no sólo necesita un cambio en profundidad porque lo exija la competitividad de nuestro sistema productivo, sino sobre todo porque lo requiere el tipo de sociedad que necesitamos construir.

En términos generales, se podría decir que lo que pretende nuestro sistema educativo es que los individuos adquieran los conocimientos que son más útiles para comprender y actuar eficazmente sobre la realidad que nos rodea. Pero, dicho eso, habría que revisar a fondo la interpretación que se suele hacer de los elementos fundamentales que configuran este planteamiento. Por ejemplo, ¿la única “realidad” sobre la que merece la pena actuar es la que, de forma directa y tangible, parece incidir en la marcha económica de las empresas? La que afecta al equilibrio emocional de las personas, a su satisfacción personal, a su vida afectiva, a su desarrollo personal, ¿no es igualmente importante para la cohesión y la armonía social, incluso para el éxito de las empresas? ¿A qué viene, si no, esa cantinela sobre la necesidad de conciliar la vida laboral con la vida familiar y personal, que nos llega del discurso políticamente correcto? Lo mismo podríamos decir del concepto de “utilidad”. ¿Es útil sólo lo que nos ayuda a ganar más dinero o también lo es, por ejemplo, lo que nos sirve para saber cómo tratar y educar a nuestros hijos o para cómo conseguir que nuestras relaciones de pareja sean enriquecedoras y duraderas? ¿Tiene algo que decir sobre ello nuestro sistema educativo o eso debe de quedar a la feliz ocurrencia de cada cual? En función de las respuestas que les demos a éstas y a otras cuestiones similares, la selección de las herramientas, facultades o capacidades a desarrollar en cada individuo por el modelo educativo será diferente.

En mi opinión, el objetivo básico que debiera buscar el sistema educativo no es otro que el de posibilitar que cada persona aprenda a desarrollar plenamente sus capacidades individuales. Desde esta perspectiva, y con ánimo de contribuir en alguna medida a esbozar el perfil de ese modelo educativo, en la etapa escolar, creo que el trabajo docente debería orientarse a lograr que los niños desarrollasen su curiosidad, aprendieran a buscar, a apasionarse por lo desconocido, a ir descubriendo las sucesivas capas de la realidad, evitando que se conformaran con aprender lo que saben, o creen saber, los adultos. El papel de los profesores debiera ser, precisamente, el de estimularles a buscar las diferentes caras de la realidad, a hacerse las preguntas que casi nadie suele hacerse, a separar el grano de la paja. Ante cada tema deberían analizarse todos los puntos de vista y debería ejercitarse la capacidad de cuestionar las hipótesis establecidas, aventurando otras desde las que poder desarrollar nuevas posibilidades.

A título de ejemplo, podríamos imaginar clases dedicadas a analizar los diferentes episodios de nuestra Historia desde las diversas perspectivas de quienes los vivieron, y no solo desde la de los vencedores. Podrían analizarse, igualmente, los casos en los que la ciencia afirmaba determinadas cosas que, después, se demostraron falsas. O analizar las diferentes religiones, credos políticos, códigos morales o simples costumbres que llevaron a las diversas sociedades a enfrentarse entre sí. O a analizar cómo se construyen las noticias de prensa, enseñando cómo se resaltan unas y se omiten, o deforman, otras. En cada caso los niños deberían tratar de entender las diversas visiones existentes, sus motivos y sus consecuencias. Y, tirando del hilo, el profesor les podría enseñar cómo ir descubriendo las diversas caras de la realidad, cómo indagar y cómo hacer preguntas; cómo buscar, en definitiva.

Ideas de qué hacer y de cómo hacerlo habría muchas. Seguro. Sin embargo, es cierto que ello implicaría un cambio profundo en la organización de los centros docentes, en el diseño de los programas oficiales y en el papel de los profesores. Una forma de avanzar en esta línea consistiría en “liberar” la enseñanza del dirigismo de los Ministerios de Educación y permitir que la educación se diseñase de “abajo arriba”, de modo que cada centro educativo, cada colegio, pudiera establecer sus propios métodos pedagógicos. Probablemente la mayoría de ellos seguirían con la misma inercia y, quizás, al cabo del tiempo, algunos de ellos empezarían a introducir cambios. Pero siempre será más fácil que la innovación surja en alguno de los miles de centros educativos a que surja de un grupo de funcionarios del Ministerio de Educación. No obstante, todo sería más sencillo si, al igual que se subvenciona la I+D, la innovación, en las empresas, se hiciera lo mismo con aquellos centros educativos que presentasen proyectos educativos innovadores. Naturalmente ello requeriría que las estructuras de poder renunciasen a imponer el “pensamiento único”, el pensamiento política, cultural y científicamente “correcto”, pero ¿no iría eso contra su propia esencia? ¿Alguien se imagina un Poder dispuesto a fomentar el desarrollo de modelos educativos diseñados para formar individuos críticos e inconformistas con las verdades oficiales? Si la educación es un “derecho” de los ciudadanos en las sociedades modernas, ¿por qué no nos dejan que la elijamos nosotros? ¿Por qué la educación es uno de los pocos ámbitos en los que el control por parte de los Gobiernos es tan férreo?

Sin embargo, aún suponiendo que fueran muchos los centros educativos dispuestos a desarrollar otros modelos de enseñanza más orientados a la formación que realmente necesitan los niños, toparíamos con el problema de la formación de los profesores y del miedo de los padres.

Un modelo de educación de esas características requeriría que a los profesores estuviesen dispuestos a aprender cómo actuar con los niños y que, además, hubiese alguien capacitado para enseñarles cómo hacerlo. Pero con eso no sería suficiente. Porque, en el fondo, no es solo una cuestión de aprender nuevos métodos pedagógicos. Sobre todo se requeriría que, previamente, los profesores y los padres hubiesen incorporado en si mismos las actitudes ante la vida, y ante el mundo que nos rodea, que después tienen que ayudar a que los propios niños desarrollen. Y eso es lo más difícil, porque los adultos tenemos la tendencia a creer que, a partir de una determinada edad, más bien temprana, ya estamos formados, que “somos como somos” y que, más allá de adaptarnos a los vaivenes de la vida, no tenemos por qué plantearnos ningún otro cambio en nosotros mismos.

Si, por el contrario, los adultos nos concibiéramos a nosotros mismos como proyectos en construcción de lo que podemos llegar a ser, concebiríamos nuestra vida como un proceso continuo de trabajo en nuestra propia formación, en nuestro propio desarrollo. Porque, en el fondo, nuestra tendencia a adherirnos rígidamente a las ideas, pautas y códigos morales de la mayoría social que nos rodea, no es sino una expresión de nuestro miedo a lo desconocido, a la inestabilidad que conlleva toda transformación. Si hubiéramos nacido y crecido en una cultura completamente distinta, es seguro que la mayoría de nosotros estaríamos identificados con las ideas y los valores de esa sociedad. No porque fueran mejores, sino porque ese sería nuestro rebaño, el que nos proporcionaría seguridad. La única forma de desarrollar las capacidades que cada uno llevamos dentro, pasa por que necesitemos menos identificarnos con la sociedad que nos rodea y seamos cada vez más capaces de convertirnos en exploradores de nuestra propia vida, en aventurarnos hacia lo desconocido, en buscar lo que aún no hemos descubierto de la realidad y de nosotros mismos. Y cuántas más personas haya embarcadas en esta clase de aventura, más fácil será que la sociedad evolucione hacia otros modelos menos alienantes y más compatibles con el desarrollo de la libertad y la felicidad individual.

sábado, 7 de marzo de 2009

Por una educación que nos libere de las verdades del rebaño

Es obvio que no somos iguales, que nadie es igual a otro, que cada uno tiene unas capacidades más desarrolladas que otras, y que, además, éstas pueden desarrollarse mucho más. Es obvio, por otra parte, que las sociedades avanzan por el impulso de sus gentes y, sobre todo, de sus líderes. Por ello es tan importante debatir sobre el sistema educativo, sobre el modo en que una sociedad contribuye a que cada persona desarrolle al máximo posible sus capacidades.

Cuando hablamos de la educación pensamos que la responsabilidad es, básicamente, de los padres y los profesores, porque son los que están en contacto directo con los niños; sin embargo, la de los Gobiernos es enorme, porque son ellos los que diseñan, financian y, en definitiva, imponen, el modelo específico de educación que se ha de impartir en las escuelas. Y eso por no mencionar su papel en la perpetuación del modelo ideológico que subyace en la multitud de mensajes que se les transmite a los niños a diario. Pero, de una u otra forma, al final todos somos responsables del modo en que se forman los niños, porque somos todos los que influimos en la creación de sus ideas y opiniones, y en la formación de sus actitudes y comportamientos.

El objetivo de un sistema educativo que priorizara lo que realmente interesa al niño, debería ser que cada uno desarrollara su propia capacidad para ir descubriendo, progresivamente, porciones más amplias de la realidad. Para ello, el modelo de enseñanza que se necesitaría tendría que empezar por estimular el interés de los niños por convertirse en investigadores, en exploradores, de la realidad. Eso requeriría que todos partiéramos de la base de que la realidad es mucho más amplia de lo que sabemos o, incluso, de lo que percibimos. Habría que asumir que, del mismo modo que sería una estupidez que las hormigas pontificaran, desde su pequeñez, sobre la inmensidad del mundo, también lo sería que nosotros hiciéramos otro tanto, imponiendo a los niños una visión de la realidad llena de verdades hechas a nuestra medida. Deberíamos enseñarles que es más importante buscar sobre lo que no sabemos que recrearse, y conformarse, con lo que ya creemos sabido. Que, incluso, hay que aprender a cuestionar los fundamentos de lo que se da por sabido, a revisar las hipótesis de partida. Que hay que aprovechar, en definitiva, el afán de los niños en preguntar “por qué” a todo.

También es importante enseñar a los niños que su búsqueda de la verdad no debe someterse a lo que opine la mayoría, solo porque lo sea, y a confiar en sus propias ideas cuando éstas les parezcan más consistentes. Pero que es igualmente importante aprender a relativizar las ideas que hoy tenemos, sabiendo que toda verdad podrá dejar de serlo a medida que vayamos descubriendo nuevos aspectos de la realidad; que la búsqueda de la verdad es un proceso permanente que se va enriqueciendo a medida que vamos creciendo en el desarrollo de nuestras propias capacidades personales. Que nuestra propia realidad individual no tiene por qué acabar donde nos indican nuestros sentidos, y que, por el contrario, es muy probable que si tuviéramos mucho más desarrollados nuestros sentidos percibiéramos que nuestra realidad como personas llega mucho más lejos de lo que creemos. Y que, naturalmente, el desarrollo que importa no es el que se mide en comparación con los demás sino el que se compara consigo mismo, con las propias posibilidades.

Una educación así contribuiría a que las personas tengan mayor capacidad para concebir iniciativas distintas de las habituales y para llevarlas a la práctica. Y eso, desde luego, redundaría en beneficio de la renovación científica, cultural, empresarial y política. Redundaría en beneficio de la dinamización social y dotaría a la sociedad de mejores recursos para afrontar sus crisis y para construir su futuro con confianza.

Ahora bien, una educación de este tipo solo es posible si los Ministerios de Educación renunciasen a la homogeneización y al adoctrinamiento. La homogeneización es inherente a los programas que aprueban para todos los centros educativos, a los libros de texto que definen lo que hay que saber, a las pruebas de evaluación que castigan a quien no se somete a esa disciplina. Y nada de eso tiene en cuenta las circunstancias específicas de cada niño, sino que es consecuencia de haber decidido tratar a los niños como si, en cada edad, todos tuvieran que ser iguales, cuando sabemos de sobra que los ritmos de desarrollo de cada uno son distintos. El adoctrinamiento es propio de un modelo de enseñanza que empapa los contenidos docentes de dogmas y verdades que, cuando no se presentan como únicas, a lo sumo reconocen la existencia de una o dos visiones alternativas. Y en ello colaboramos tanto los profesores como los padres, al convertirnos en transmisores de alguna de las dos o tres visiones alternativas que, usualmente, se consolidan en el pensamiento comúnmente aceptado. ¡Como si la realidad, en su inmensa complejidad, solo se pudiera circunscribir a esas dos o tres visiones aceptadas oficialmente!

Naturalmente, una educación como la que propongo solo es posible si todos, incluidos padres y profesores, nos considerásemos a nosotros mismos ignorantes y en permanente proceso de aprendizaje, de ampliación de nuestros horizontes. El problema es que los adultos nos creemos que hemos alcanzado la cima de nuestro desarrollo, que nos hemos completado como personas y que, como mucho, solo nos queda aprender a sobrevivir mejor en este mundo tan complicado. Pero, si no partimos de la base de que, en cierto modo, nosotros también somos niños en proceso de formación, que lo que nos queda por recorrer es una inmensidad, sin una autoexigencia por profundizar en la realidad, por descubrir nuevas capas y matices en las verdades inamovibles, por liberarnos de dogmas, valores o esquemas conceptuales, es prácticamente imposible que les enseñemos a los niños otra cosa que no sea lo que nosotros ya hemos asumido como definitivo. De este modo, somos nosotros, como adultos, los que actuamos como vanguardia colonizadora para moldear la visión que pueden tener del mundo los niños, de acuerdo con aquella de las dos o tres verdades alternativas, oficialmente reconocidas, a la que hemos decidido suscribirnos.

Así, todos colaboramos en hacerles creer a los niños cosas tan elementales como que, por ejemplo, las fronteras nacionales son un invento cuasi divino para protegernos en el disfrute de nuestros privilegios frente a la “amenaza” de los que nacieron fuera de ellas; o para hacerles creer que ocho siglos de guerras civiles entre caciques regionales de lo que hoy es España, fue una santa reconquista por parte de quienes se atribuían el favor de un dios verdadero; o para hacerles elegir entre una extraña versión bíblica sobre el origen del Universo y una, aún más extraña, versión científica que habla de un Big Bang; o para hacerles creer que los planetas del sistema solar son unos determinados, cuando los astrónomos ni siquiera se han puesto de acuerdo en qué es un planeta; o para hacerles tomar partido por alguna de las dos teorías oficiales sobre el origen del ser humano, cuando todavía nadie ha sido capaz de definir qué es un ser humano; o para hacerles creer que nuestro desarrollo “espiritual” no tiene nada que ver con nuestra naturaleza y solo se justifica por el entreguismo a una determinada doctrina religiosa. Y así, podríamos seguir y seguir.

¿Cuándo seremos capaces todos, científicos, políticos, profesores, padres, de reconocer que no sabemos muchas de las cosas que afirmamos? ¿Cuándo estaremos dispuestos a sacudirnos la pereza y a vencer el miedo que adoctrina y amuralla nuestro cerebro, a costa del desarrollo de nuestra libertad? ¿Cuándo nos decidiremos a abandonar la seguridad del rebaño, para emprender nuestra propia aventura? Mientras tanto, ¿qué inculcamos a los niños, su propio desarrollo o su sometimiento a las “verdades” del redil?

domingo, 15 de febrero de 2009

¿Es Obama o somos nosotros, que estamos hambrientos?

Lo que está pasando con Obama es digno de un estudio
sociológico. La ilusión que se ha desatado en torno a él va mucho más allá de lo que se podría justificar por lo que ha dicho o hecho. Es natural que su llegada a la presidencia de la nación más poderosa, prometiendo esos cambios que le suenan bien a todo el mundo, despierte optimismo. Pero, esta especie de "obamanía" responde también a otras claves.


Para empezar la crisis. Hace años que se viene larvando una crisis global en la sociedad occidental. Yo la resumiría diciendo que vemos el futuro cada vez con más preocupación y con menos ilusión, y paralelamente nos estamos quedando sin referentes, de modo que cada vez estamos más desorientados y más a la defensiva. Si a eso le agregamos la virulenta crisis económica que se ha desencadenado en cuestión de meses, haciendo tambalear el sistema financiero mundial y, de paso, nuestro modelo económico, a nadie le debe extrañar que la gente esté inquieta y con miedo. Lo normal, en estas circunstancias, es pedir a nuestros gobernantes respuestas y soluciones. Y, al hacerlo, ¿con qué nos encontramos? Con grisura, "cortoplacismo" y ausencia de ideas por todas partes.


A cada uno se le ocurre un tipo de "solución" a la crisis económica que, al poco tiempo, es reformulada con nuevas medidas que nos hacen sospechar que ni unos ni otros saben lo que hay que hacer. Si hablamos del resto de los ámbitos que afectan a nuestra sociedad, ya sea la educación y la cultura, la emigración, el medio ambiente, las relaciones internacionales o el sistema político (por no extendernos a todo lo que nos afecta en un plano más personal), lo que vemos es una alarmante falta de visión a largo plazo, con exceso de improvisación y escasez de rigor en los análisis, unido a una auténtica obsesión por los titulares de prensa. No vemos gobernantes capaces de estar a la altura de los desafíos a los que se enfrenta la humanidad, y naturalmente eso hace que se añore la llegada de alguien capaz de sacarnos del hoyo y de imprimir un cambio de timón realmente histórico e ilusionante. En mi opinión, por tanto, el fervor por Obama se explica, principalmente, por la desconfianza que nos producen los demás dirigentes políticos.


La pregunta que nos deberíamos hacer, entonces, es obvia: ¿por qué no surgen el tipo de líderes políticos que realmente necesitamos? ¿Qué es lo que lo impide?


Empecemos por echar un vistazo a nuestro sistema político. A mí me parece evidente que el modelo de democracia que tenemos hace aguas. Fallan varias cosas, pero me voy a centrar en una, en particular: las reglas del juego, en España y en la mayoría de los demás países, hacen muy difícil que surjan políticos adecuados, personas capaces de hacer el tipo de política que se necesita. Esa dificultad está relacionada, por una parte, con la forma de selección de los candidatos que practican los partidos. Al primar la disciplina y la obediencia, quedan excluidos todos aquellos que, por sus diferentes ideas u opiniones, puedan debiltar a quienes ejercen el poder al frente de cada partido. Por otra parte, el modelo de financiación vigente impide la aparición de nuevos partidos o candidatos. Como el Estado y los bancos solo financian a los partidos existentes, salvo que hubiera una potente financiación privada detrás nadie podrá lanzar un partido nuevo, y aún así habría que demostrar la "limpieza de intereses" de los donantes. Es curioso que apenas nadie pregunte en público por qué es tan excepcional que un desconocido como Obama pueda llegar a ser presidente de los Estados Unidos, y por qué es todavía más difícil que eso mismo suceda en Europa. Finalmente, también habría mucho que hablar de la tendenciosidad de los grandes medios de comunicación, y de su responsabilidad en la falta de debates auténticamente clarificadores para los ciudadanos.




En definitiva, aunque la política sea un asunto que nos afecta a todos, las reglas del juego diseñadas y sostenidas por quienes tienen, o esperan tener, el poder, dejan fuera a la inmensa mayoría de quienes podrían estar dispuestos a trabajar políticamente por el interés general. En los manuales de economía dicen que no hay libre mercado si no hay libertad de concurrencia y de competencia; puestos a calificar nuestro modelo político, hablarían de un oligopolio. Nadie puede decir, por tanto, que nos estén gobernando los mejores, o los más capacitados, de nuestra sociedad.


No obstante, supongamos que todas esas dificultades se hubieran resuelto, de manera que ya nada impidiera que todo aquél que quisiera llegar a ser Presidente del Gobierno pudiera salir a la palestra y dispusiera de los medios necesarios para exponer ampliamente sus ideas. ¿Qué pasaría entonces? Suponiendo que surgieran candidatos con propuestas realmente interesantes y diferentes de las ya conocidas, su elección dependería de que la mayoría de los votantes tuviéramos la capacidad necesaria para valorarlas y contrastarlas con las del resto. Para ello haría falta que, previamente, dispusiéramos de la información necesaria y, sobre todo, de la formación adecuada para asimilar e interpretar esa información. Es decir, sería necesario que hubiéramos desarrollado una capacidad de análisis crítico hacia las verdades oficiales y todas aquellas que huelen a "pensamiento único", para distinguir lo que puede haber de cierto y de falso en ellas, acompañado con una capacidad creativa de búsqueda de opciones alternativas. Pero, ¿tenemos esa formación, esa capacidad de análisis y de creatividad? A mí me parece obvio que no. Desde luego, si la tuviéramos no estaríamos ahora cayéndonos del guindo con la crisis financiera que tan bruscamente ha destruido la placidez en la que vivíamos. Y es en esta cuestión donde reside, en mi opinión, gran parte del problema que estamos analizando.

Parte de la responsabilidad, sobre la escasa capacidad que tenemos en este aspecto, la tienen el sistema educativo y los medios de comunicación. Pero, desde luego, gran parte de esa responsabilidad es nuestra, de cada uno, porque la inmensa mayoría de nosotros tampoco ponemos interés en capacitarnos para poder pensar por nosotros mismos, más allá de lo que nos quieran hacer creer las estructuras de poder. Aunque no nos guste reconocerlo, para muchos resulta muy cómodo (¡y hasta reconfortante!) ir en medio del rebaño, bien a resguardo, delegando la responsabilidad de decidir hacia dónde vamos, en los que van en cabeza. Sin embargo, no es posible que nuestra sociedad sea capaz de concebir y emprender cambios importantes si una porción significativa de quienes la integramos no hacemos otro tanto en nuestra esfera personal. ¿Qué transformación política o social puede haber si, paralelamente, en nuestra propia vida, nos dedicamos a cultivar la pereza, el conformismo y, en definitiva, el miedo a los cambios? Si a cada cual, en su esfera personal, lo que más le interesa es su propia supervivencia económica, su salud y que alguien le quiera, no debe extrañarnos que los políticos se limiten, básicamente, a intentar perpetuar lo que hay.
Si nos creemos que, como individuos y como sociedad, ya hemos llegado al tope de nuestras posibilidades, no tendremos otra opción que jugar a la defensiva, a proteger y conservar lo que hemos conseguido y, por tanto, a ver el futuro con miedo. Si, por el contrario, nos considerásemos un proyecto en construcción, lejos de habernos terminado y completado, adoptaríamos una actitud mucho más aventurera y pondríamos nuestro empeño en investigar e identificar todos aquellos aspectos de nuestro funcionamiento que nos impiden ser más felices, y en intentar cambiarlos.

Tomemos como ejemplo nuestra noción de la libertad. Es casi un dogma político que la democracia se basa en la defensa de las libertades personales. Creer, sin embargo, que nuestro margen de libertad solo depende de que haya unas cuantas leyes que la protejan, obviando todos aquellos aspectos que condicionan y limitan nuestra forma de pensar y de interpretar la realidad, es analizar las cosas de modo muy superficial. Es evidente que cuanto más nos sometamos a las normas y doctrinas de todo tipo que nos rodean, ya sean sociales, morales, religiosas, culturales o científicas, menor será nuestro propio margen de libertad para crear y construir nuestra visión de la vida. ¿Qué margen de libertad nos queda si, previamente, nos hemos alineado y entregado a lo que piensa la mayoría de la sociedad? Seremos uno más pero no seremos nosotros mismos. Debería resultar muy sospechoso, y motivo de profunda inquietud, ver tanta coincidencia en las ideas, actitudes y comportamientos, como se ven en nuestra sociedad. ¿No es sumamente paradójico que un sistema político, como la democracia, que tiene a gala velar por la libertad individual de pensamiento, genere tal grado de uniformidad intelectual? Yo no creo que eso sea ni natural ni casual.



Pues bien, en mi opinión, para conseguir que nuestras sociedades evolucionen y avancen en un proceso de perfeccionamiento progresivo, es imprescindible promover a fondo la libertad de pensamiento. Y para ello es necesario estimular, por todos los medios, la creatividad y la capacidad de producir ideas distintas de las ya conocidas. Pero, desde luego, un objetivo como este requeriría una revisión radical de nuestro sistema educativo. Y el resultado sería una sociedad mucho más diversa y dinámica, con mayor capacidad para crear propuestas alternativas y para ver con mayor claridad por dónde hay que ir y, por ello, con menos miedos y más confianza en sí misma y en sus propios recursos. Daría como resultado, en resumen, una sociedad más potente, con menos sentimiento de orfandad y con menos "hambre" de Obamas.


















sábado, 24 de enero de 2009

Porqué no pienso donar mis órganos

Hace unos días la prensa y la televisión contaban que España es el país donde más donantes de órganos hay en todo el mundo. La noticia se planteaba con la satisfacción de mostrar un aspecto en el que los españoles destacamos por nuestra generosidad y solidaridad. Sin embargo, más allá de los beneficios evidentes para quienes reciben un órgano, hay ciertos aspectos en este tema que, en mi opinión, son preocupantes.

Vamos a ver, un órgano que se va a trasplantar solo sirve si está vivo, porque, de lo contrario, no funcionaría. Y, sin embargo, se supone que, a quien se lo quitan ya está muerto. Ahí surge mi primera inquietud: ¿Puede una persona estar muerta y, al mismo tiempo, mantener vivos algunos de sus órganos más importantes? Y si hay órganos importantes vivos, ¿cómo se sabe que la persona está muerta? Más aún: ¿Cómo se sabe cuando una persona está muerta irreversiblemente? ¿Realmente, en qué consiste eso de “estar vivo”?

Ya sé que, normalmente, cuando una persona está viva, hay una serie de aspectos de su funcionamiento biológico que pueden ser medidos y que, en base a ello, los médicos toman sus decisiones. Creo que a eso se refieren cuando hablan de las “constantes vitales”. Sin embargo, también sabemos que hay muchos aspectos del funcionamiento de nuestra vida que la ciencia sigue, en gran medida, ignorando. Así, por ejemplo, cuando los científicos hablan de los principales atributos que tenemos los seres humanos, suelen referirse a la consciencia como el más importante y, sin embargo, apenas se sabe nada sobre ella. No es que lo diga yo, es que hay un montón de literatura científica que lo reconoce así. Ni se sabe lo qué es, ni en dónde está. Y, sobre su funcionamiento, es muy poco lo que se sabe, incluso en sus manifestaciones más habituales. Por tanto, es muy posible que pueda haber otros “niveles” de su funcionamiento que estén pasando completamente desapercibidos a nuestros médicos. Con este estado de conocimiento de la ciencia nadie se puede creer que los médicos estén en condiciones de saber cuál es la utilidad real de la consciencia y a partir de qué momento ha dejado de ser “útil”. Vistas así las cosas, yo no me creo que las mediciones que suministra la tecnología médica sobre este aspecto de sus pacientes puedan reflejar adecuadamente la realidad de lo que está pasando.

Entonces, si los científicos le reconocen a la consciencia ese “protagonismo”, ¿cómo se puede asegurar que una persona ha dejado de estar viva si apenas se sabe nada sobre lo que le está sucediendo a ese nivel, sobre si la ha perdido irreversiblemente o si, incluso, puede volver a reactivarse? Y, desde luego, historias clínicas serias, y bien documentadas, de personas dadas por clínicamente muertas y luego recuperadas, las hay por todas partes.

Esto es fundamental para lo que hablamos. Porque, aunque se suela relacionar a la consciencia con el funcionamiento cerebral, no se puede descartar que tenga conexiones importantes con el resto de nuestros órganos. Incluso, a nadie se le ocurriría ahora decir que el cerebro es una maquinaria aislada del resto de los órganos que tenemos y, en general, de todo nuestro funcionamiento biológico. Por tanto, no creo que sea exagerado plantear que el funcionamiento de nuestra consciencia debe tener, en principio, múltiples relaciones con todos nuestros órganos, ya sea directa o indirectamente.

El problema, además, es que si no se sabe en qué consiste la consciencia, tampoco se puede saber qué incluye ese concepto ni qué consecuencias tiene pasarlo por alto. Por ejemplo, si es lo que más nos define como seres humanos, ¿se puede descartar, así, sin más, que ese alma del que tanto hablan las religiones sea una realidad asociada, de alguna manera, a esa consciencia? ¿No podría suceder que todo lo que pudiera haber asociado a esa especie de “caja misteriosa” que llamamos consciencia tuvieran cosas importantes que hacer en los estados de aparente inactividad biológica que los médicos asocian con la muerte? Y, llegados a este punto, me surge también el tema de la muerte.

Es obvio que la ciencia no tiene ni idea de qué es lo que sucede tras la muerte. No lo sabe nadie. Pese a ello, hay quienes aseguran que no pasa nada, que simplemente desaparecemos, y hay quienes creen que pasan muchas cosas, que incluso hay otro tipo de existencia. Pero lo que es seguro es que, desde el punto de vista científico, no se sabe nada. Y, ante la ignorancia, lo más lógico es dejar todas las opciones abiertas, respetar cualquier hipótesis y no decidir por ninguna en particular. En cualquier caso, ante un hecho tan singular como la muerte, ¿quién puede descartar que los seres humanos necesitemos tener nuestro propio “proceso de preparación” que nos ayude a morir bien y en el cual, nuestra consciencia, al nivel que sea, juegue un papel esencial? En ese caso, la interrupción artificial de la vida de una persona podría tener consecuencias graves para su “situación” tras la muerte.

Viéndolo desde esta perspectiva, a mí me alarma comprobar con qué facilidad despachamos ese tipo de cosas que están tan estrechamente ligadas con la vida y con lo que nos hace humanos. Da la impresión de que, cuando nos hemos acostumbrados a las ventajas sociales que una determinada práctica médica genera, ya no queremos indagar más. Pero no querer saber no exime a nadie de responsabilidad.

Por todo esto, mientras no se aclaren estas cuestiones, yo no pienso donar mis órganos.

lunes, 5 de enero de 2009

¿Y qué culpa tiene Bolonia de nuestra incultura?

Sin que se sepa bien por qué, la juventud de Grecia se ha lanzado a la revuelta, y se teme que el contagio se extienda a España, Francia e Italia.
Los entendidos dicen que es porque están contra el proceso de Bolonia y contra la supresión de la formación humanística y la "mercantilización" de la enseñanza universitaria; que están contra los sueldos mileuristas que les esperan y contra los precios disparatados de los pisos; en definitiva, que están hartos de un sistema social que les ofrece un futuro desalentador.


No tengo yo tan claro que el proceso de Bolonia, por el cual se pretende "armonizar" las titulaciones universitarias en Europa, implique todo eso, pero desde luego a mí también me parecería una barbaridad que se suprimiera la formación humanística. Claro que, primero, nos tendríamos que poner de acuerdo en lo que entendemos por formación "humanística". Si esa que pretenden proteger los de la protesta anti-Bolonia es la que consiste, por poner algún ejemplo, en que nos aprendamos la Prehistoria como una verdad incuestionable, inamovible hasta que los gurús académicos tengan a bien introducir el enésimo cambio (demostrando, dicho sea de paso, la falsedad de la verdad vigente hasta ese momento); o en que estudiemos Filosofía para conformarnos con saber lo que pensaron las gentes ilustradas del pasado, pero sin enseñarnos a aportar nuevas ideas al presente. Es decir, si hablamos de una formación que nos limita a convertirnos en almacenes de datos para luego repetirlos como simples papagayos, a mi no me importaría tanto que se la cargasen. Porque, planteado así, que es como yo creo que está concebida, en gran medida, la formación humanística, no sólo nos sirve para bien poco sino que, además, tapona, impide avanzar hacia el tipo de formación que de verdad necesitamos.


A mí no me cabe duda de que, mientras nuestra sociedad se siga basando en un modelo en el que la economía tenga que crecer continuamente y en el que, para ello, sea necesario que vayamos teniendo más empresas con alto nivel tecnológico y con una capacidad competitiva creciente, seguiremos necesitando que haya más técnicos y mejor preparados. Pero, en mi opinión, además de una buena formación científica y tecnológica, necesitamos que a la gente se la forme también para que sean capaces de analizar críticamente las situaciones que les rodean; para que sean profunda y valientemente creativos; para que tengan el espíritu de aventura, de transformación de la realidad, de asumir riesgos, que les anime a construir alternativas y a impulsar cambios constantes, no solo en el mundo de la empresa sino también en todos los ámbitos de nuestra sociedad; es decir, para que sean capaces de ver, de distinguir, hacía dónde debería caminar la sociedad y de sentirse dispuestos a trabajar en ello. Gente, en definitiva, de la que puedan llegar a salir esas elites intelectuales y dirigentes que cualquier sociedad necesita para avanzar.


Por cierto, ¿alguien sabe dónde están las elites intelectuales y culturales capaces de compararse con aquellas que hubo en España, sin ir más lejos, allá por los años 20 ó 30 del siglo XX? ¿Acaso creemos que se están formando en nuestras universidades, en esas universidades que tanto protegemos? ¿Acaso creemos que, por el simple hecho de multiplicar los presupuestos de las universidades, tendremos más y mejores de esas elites?


Yo, la verdad, no veo ninguna preocupación por dar este tipo de formación a nuestra juventud. No veo a nadie que salga a la calle reclamándolo. Pero, lo que es aún peor, creo que, en el fondo, a las estructuras dirigentes, públicas o privadas, al poder, en definitiva, no le interesa que haya mucha gente capaz de decirle, con argumentos sólidos y bien fundamentados, que por aquí vamos mal, que habría que enfocar las cosas de un modo muy distinto. Que el modelo de sociedad hacia el que deberíamos avanzar tendría, entre otras muchas cosas, que estimularnos a ir sustituyendo nuestro inmovilismo, nuestros tics defensivos, nuestros miedos, en resumidas cuentas, por el afán de aventura, de búsqueda de nuevas verdades, por relativas y siempre provisionales que éstas fueran. Que tendría que ayudarnos (o, al menos, no ponernos trabas) a desarrollar activamente las capacidades que todos tenemos, tanto las que vislumbramos como las que incluso ignoramos, en lugar de que creernos que cada uno de nosotros sólo es como está, y que a duras penas podemos cambiar. Que tendría que animarnos a ir reemplazando nuestro individualismo egocéntrico por actitudes de generosidad, de solidaridad y de afecto por nuestros semejantes, que ayuden a entender que no hay soluciones si éstas no incluyen a todos.


Y en cuanto a la juventud que protesta por las calles, ¿es que quieren, realmente, salir de las cuatro cositas que les interesan en la vida? Si les dieran trabajo bien remunerado y piso gratis, ¿se les acabaría la angustia? ¿Les preocupa ampliar sus horizontes vitales, descubrir que la vida les ofrece más posibilidades, y mucho más interesantes, de lo que aparenta la cotidianidad en la que chapotean a diario? ¿Buscan, acaso, alguna fórmula que les impulse a descubrir toda la realidad que se oculta tras la superficialidad en que se ha instalado nuestra sociedad? ¿O solo buscan instalarse confortablemente en esa superficialidad, mimetizando las mismas actitudes miopes que hemos tenido quienes les hemos precedido en el tiempo?


Para mí está claro que éste no es solo un problema de la juventud, sino que nos afecta a la gente de todas las edades. Y es un problema grave, porque cuando descubrimos, al cabo de no sé cuántos años, que nuestra vida es un aburrimiento, que básicamente es una repetición de lo mismo, ¿qué hacemos, entonces? ¿Ir más veces a pasar la tarde al centro comercial, a cenar al restaurante de moda, a ver la última película americana, a hacer el turista por ahí, o qué hacemos?


La actitud con la que cada cual enfoque su vida es cosa de cada uno y depende, fundamentalmente, de uno mismo; pero la educación, sí podría servir para aprender a investigar, a hacerse preguntas y a explorar en sus respuestas lo que se esconde tras las apariencias; en fin, a buscar en lugar de tragar y aceptar, mansamente, todo lo que nos cuentan. Con una educación así, tendríamos muchos más buscadores e innovadores, y muchos menos aburridos y resignados, y eso es lo que necesitamos.