sábado, 24 de enero de 2009

Porqué no pienso donar mis órganos

Hace unos días la prensa y la televisión contaban que España es el país donde más donantes de órganos hay en todo el mundo. La noticia se planteaba con la satisfacción de mostrar un aspecto en el que los españoles destacamos por nuestra generosidad y solidaridad. Sin embargo, más allá de los beneficios evidentes para quienes reciben un órgano, hay ciertos aspectos en este tema que, en mi opinión, son preocupantes.

Vamos a ver, un órgano que se va a trasplantar solo sirve si está vivo, porque, de lo contrario, no funcionaría. Y, sin embargo, se supone que, a quien se lo quitan ya está muerto. Ahí surge mi primera inquietud: ¿Puede una persona estar muerta y, al mismo tiempo, mantener vivos algunos de sus órganos más importantes? Y si hay órganos importantes vivos, ¿cómo se sabe que la persona está muerta? Más aún: ¿Cómo se sabe cuando una persona está muerta irreversiblemente? ¿Realmente, en qué consiste eso de “estar vivo”?

Ya sé que, normalmente, cuando una persona está viva, hay una serie de aspectos de su funcionamiento biológico que pueden ser medidos y que, en base a ello, los médicos toman sus decisiones. Creo que a eso se refieren cuando hablan de las “constantes vitales”. Sin embargo, también sabemos que hay muchos aspectos del funcionamiento de nuestra vida que la ciencia sigue, en gran medida, ignorando. Así, por ejemplo, cuando los científicos hablan de los principales atributos que tenemos los seres humanos, suelen referirse a la consciencia como el más importante y, sin embargo, apenas se sabe nada sobre ella. No es que lo diga yo, es que hay un montón de literatura científica que lo reconoce así. Ni se sabe lo qué es, ni en dónde está. Y, sobre su funcionamiento, es muy poco lo que se sabe, incluso en sus manifestaciones más habituales. Por tanto, es muy posible que pueda haber otros “niveles” de su funcionamiento que estén pasando completamente desapercibidos a nuestros médicos. Con este estado de conocimiento de la ciencia nadie se puede creer que los médicos estén en condiciones de saber cuál es la utilidad real de la consciencia y a partir de qué momento ha dejado de ser “útil”. Vistas así las cosas, yo no me creo que las mediciones que suministra la tecnología médica sobre este aspecto de sus pacientes puedan reflejar adecuadamente la realidad de lo que está pasando.

Entonces, si los científicos le reconocen a la consciencia ese “protagonismo”, ¿cómo se puede asegurar que una persona ha dejado de estar viva si apenas se sabe nada sobre lo que le está sucediendo a ese nivel, sobre si la ha perdido irreversiblemente o si, incluso, puede volver a reactivarse? Y, desde luego, historias clínicas serias, y bien documentadas, de personas dadas por clínicamente muertas y luego recuperadas, las hay por todas partes.

Esto es fundamental para lo que hablamos. Porque, aunque se suela relacionar a la consciencia con el funcionamiento cerebral, no se puede descartar que tenga conexiones importantes con el resto de nuestros órganos. Incluso, a nadie se le ocurriría ahora decir que el cerebro es una maquinaria aislada del resto de los órganos que tenemos y, en general, de todo nuestro funcionamiento biológico. Por tanto, no creo que sea exagerado plantear que el funcionamiento de nuestra consciencia debe tener, en principio, múltiples relaciones con todos nuestros órganos, ya sea directa o indirectamente.

El problema, además, es que si no se sabe en qué consiste la consciencia, tampoco se puede saber qué incluye ese concepto ni qué consecuencias tiene pasarlo por alto. Por ejemplo, si es lo que más nos define como seres humanos, ¿se puede descartar, así, sin más, que ese alma del que tanto hablan las religiones sea una realidad asociada, de alguna manera, a esa consciencia? ¿No podría suceder que todo lo que pudiera haber asociado a esa especie de “caja misteriosa” que llamamos consciencia tuvieran cosas importantes que hacer en los estados de aparente inactividad biológica que los médicos asocian con la muerte? Y, llegados a este punto, me surge también el tema de la muerte.

Es obvio que la ciencia no tiene ni idea de qué es lo que sucede tras la muerte. No lo sabe nadie. Pese a ello, hay quienes aseguran que no pasa nada, que simplemente desaparecemos, y hay quienes creen que pasan muchas cosas, que incluso hay otro tipo de existencia. Pero lo que es seguro es que, desde el punto de vista científico, no se sabe nada. Y, ante la ignorancia, lo más lógico es dejar todas las opciones abiertas, respetar cualquier hipótesis y no decidir por ninguna en particular. En cualquier caso, ante un hecho tan singular como la muerte, ¿quién puede descartar que los seres humanos necesitemos tener nuestro propio “proceso de preparación” que nos ayude a morir bien y en el cual, nuestra consciencia, al nivel que sea, juegue un papel esencial? En ese caso, la interrupción artificial de la vida de una persona podría tener consecuencias graves para su “situación” tras la muerte.

Viéndolo desde esta perspectiva, a mí me alarma comprobar con qué facilidad despachamos ese tipo de cosas que están tan estrechamente ligadas con la vida y con lo que nos hace humanos. Da la impresión de que, cuando nos hemos acostumbrados a las ventajas sociales que una determinada práctica médica genera, ya no queremos indagar más. Pero no querer saber no exime a nadie de responsabilidad.

Por todo esto, mientras no se aclaren estas cuestiones, yo no pienso donar mis órganos.

lunes, 5 de enero de 2009

¿Y qué culpa tiene Bolonia de nuestra incultura?

Sin que se sepa bien por qué, la juventud de Grecia se ha lanzado a la revuelta, y se teme que el contagio se extienda a España, Francia e Italia.
Los entendidos dicen que es porque están contra el proceso de Bolonia y contra la supresión de la formación humanística y la "mercantilización" de la enseñanza universitaria; que están contra los sueldos mileuristas que les esperan y contra los precios disparatados de los pisos; en definitiva, que están hartos de un sistema social que les ofrece un futuro desalentador.


No tengo yo tan claro que el proceso de Bolonia, por el cual se pretende "armonizar" las titulaciones universitarias en Europa, implique todo eso, pero desde luego a mí también me parecería una barbaridad que se suprimiera la formación humanística. Claro que, primero, nos tendríamos que poner de acuerdo en lo que entendemos por formación "humanística". Si esa que pretenden proteger los de la protesta anti-Bolonia es la que consiste, por poner algún ejemplo, en que nos aprendamos la Prehistoria como una verdad incuestionable, inamovible hasta que los gurús académicos tengan a bien introducir el enésimo cambio (demostrando, dicho sea de paso, la falsedad de la verdad vigente hasta ese momento); o en que estudiemos Filosofía para conformarnos con saber lo que pensaron las gentes ilustradas del pasado, pero sin enseñarnos a aportar nuevas ideas al presente. Es decir, si hablamos de una formación que nos limita a convertirnos en almacenes de datos para luego repetirlos como simples papagayos, a mi no me importaría tanto que se la cargasen. Porque, planteado así, que es como yo creo que está concebida, en gran medida, la formación humanística, no sólo nos sirve para bien poco sino que, además, tapona, impide avanzar hacia el tipo de formación que de verdad necesitamos.


A mí no me cabe duda de que, mientras nuestra sociedad se siga basando en un modelo en el que la economía tenga que crecer continuamente y en el que, para ello, sea necesario que vayamos teniendo más empresas con alto nivel tecnológico y con una capacidad competitiva creciente, seguiremos necesitando que haya más técnicos y mejor preparados. Pero, en mi opinión, además de una buena formación científica y tecnológica, necesitamos que a la gente se la forme también para que sean capaces de analizar críticamente las situaciones que les rodean; para que sean profunda y valientemente creativos; para que tengan el espíritu de aventura, de transformación de la realidad, de asumir riesgos, que les anime a construir alternativas y a impulsar cambios constantes, no solo en el mundo de la empresa sino también en todos los ámbitos de nuestra sociedad; es decir, para que sean capaces de ver, de distinguir, hacía dónde debería caminar la sociedad y de sentirse dispuestos a trabajar en ello. Gente, en definitiva, de la que puedan llegar a salir esas elites intelectuales y dirigentes que cualquier sociedad necesita para avanzar.


Por cierto, ¿alguien sabe dónde están las elites intelectuales y culturales capaces de compararse con aquellas que hubo en España, sin ir más lejos, allá por los años 20 ó 30 del siglo XX? ¿Acaso creemos que se están formando en nuestras universidades, en esas universidades que tanto protegemos? ¿Acaso creemos que, por el simple hecho de multiplicar los presupuestos de las universidades, tendremos más y mejores de esas elites?


Yo, la verdad, no veo ninguna preocupación por dar este tipo de formación a nuestra juventud. No veo a nadie que salga a la calle reclamándolo. Pero, lo que es aún peor, creo que, en el fondo, a las estructuras dirigentes, públicas o privadas, al poder, en definitiva, no le interesa que haya mucha gente capaz de decirle, con argumentos sólidos y bien fundamentados, que por aquí vamos mal, que habría que enfocar las cosas de un modo muy distinto. Que el modelo de sociedad hacia el que deberíamos avanzar tendría, entre otras muchas cosas, que estimularnos a ir sustituyendo nuestro inmovilismo, nuestros tics defensivos, nuestros miedos, en resumidas cuentas, por el afán de aventura, de búsqueda de nuevas verdades, por relativas y siempre provisionales que éstas fueran. Que tendría que ayudarnos (o, al menos, no ponernos trabas) a desarrollar activamente las capacidades que todos tenemos, tanto las que vislumbramos como las que incluso ignoramos, en lugar de que creernos que cada uno de nosotros sólo es como está, y que a duras penas podemos cambiar. Que tendría que animarnos a ir reemplazando nuestro individualismo egocéntrico por actitudes de generosidad, de solidaridad y de afecto por nuestros semejantes, que ayuden a entender que no hay soluciones si éstas no incluyen a todos.


Y en cuanto a la juventud que protesta por las calles, ¿es que quieren, realmente, salir de las cuatro cositas que les interesan en la vida? Si les dieran trabajo bien remunerado y piso gratis, ¿se les acabaría la angustia? ¿Les preocupa ampliar sus horizontes vitales, descubrir que la vida les ofrece más posibilidades, y mucho más interesantes, de lo que aparenta la cotidianidad en la que chapotean a diario? ¿Buscan, acaso, alguna fórmula que les impulse a descubrir toda la realidad que se oculta tras la superficialidad en que se ha instalado nuestra sociedad? ¿O solo buscan instalarse confortablemente en esa superficialidad, mimetizando las mismas actitudes miopes que hemos tenido quienes les hemos precedido en el tiempo?


Para mí está claro que éste no es solo un problema de la juventud, sino que nos afecta a la gente de todas las edades. Y es un problema grave, porque cuando descubrimos, al cabo de no sé cuántos años, que nuestra vida es un aburrimiento, que básicamente es una repetición de lo mismo, ¿qué hacemos, entonces? ¿Ir más veces a pasar la tarde al centro comercial, a cenar al restaurante de moda, a ver la última película americana, a hacer el turista por ahí, o qué hacemos?


La actitud con la que cada cual enfoque su vida es cosa de cada uno y depende, fundamentalmente, de uno mismo; pero la educación, sí podría servir para aprender a investigar, a hacerse preguntas y a explorar en sus respuestas lo que se esconde tras las apariencias; en fin, a buscar en lugar de tragar y aceptar, mansamente, todo lo que nos cuentan. Con una educación así, tendríamos muchos más buscadores e innovadores, y muchos menos aburridos y resignados, y eso es lo que necesitamos.